Ahora que esperamos el “fin” de la pandemia, se
nos hace tarde volver a las calles y retomar con entusiasmo el espacio público,
sin cintas en los parques ni cubrebocas, además del anhelo (dicen algunos) de “abrazarse”
y recuperar un paraíso supuestamente perdido, donde alguna vez fuimos “normales”.
Se precisa recuperar dinámicas urbanas que
favorezcan la convivencia en sociedad y vuelvan generosos esos espacios
públicos.
Sin embargo, vivir la ciudad no es únicamente
recorrerla en auto los sábados por la noche, de antro en antro y de beso en
beso, sino habitar sus parques, acudir al teatro y a las exposiciones de arte,
consumir en mercados y establecimientos locales, ser productivos en el centro
de trabajo, utilizar los escenarios deportivos, restaurantes y loncherías; pero,
sobre todo, enfrentar y sanear las relaciones humanas con quienes comparten una
célula fundamental que puede dar nueva cohesión, identidad y seguridad (ahora
más que nunca) a nuestra vida en comunidad: el barrio o la colonia.
Pero, si en la ciudad tiene su
complejidad esa convivencia ¿puede esto activarse en los fraccionamientos de
los suburbios, esos novísimos centros de concentración que se han desarrollado en
la anarquía, con promesas de un buen porvenir que nunca llega y una
indiferencia hacia y entre sus habitantes?
Si bien, los suburbios aún
requieren años para consolidarse, es imprescindible proyectar en ellos espacios
de convivencia, consumo y recreación que estimulen lazos entre sus habitantes. Se
procura garantizar las obras de urbanización mínimas y la dotación de servicios
básicos, pero los equipamientos y áreas recreativas suelen esperar. Las áreas
de cesión para equipamientos urbanos permanecen como lotes baldíos durante años:
es su polvoriento destino. Bien podrían ser tomadas por los comités vecinales y
no dejarlas al amparo de la autoridad, para construir canchas deportivas y
espacios dónde celebrar una verbena, un cine club o un tianguis interno. Es
fundamental tamizar la interacción de la comunidad con proyectos y actividades
que aniquilen ese horrendo concepto de “ciudad dormitorio” que nos dejó el
siglo XX, porque los centros urbanos no deben tener una vocación tan limitada. Recuperar,
sin añoranzas sentimentales, el modelo de convivencia que nos ofrecían en los
barrios el campo de futbol o la tiendita de la esquina, hoy sustituida por el
frío Seven Eleven.
Aquel concepto romántico de la
suburbia estadounidense que se
intentó adaptar para México, donde el futuro sería de plenitud y confort, sólo
ha dado como resultado un lamentable regadío de fraccionamientos en las periferias
de las ciudades, alentado por instituciones de vivienda y promotores, cuya
oferta de bienestar responde a fines mercantiles y no al ordenamiento
territorial. Habitar el fraccionamiento allá en el páramo se convirtió en un
pesar, con viviendas deficientes, vicios ocultos en las obras de
infraestructura y un grave costo para la movilidad urbana, pues lejos de resolver
un problema de comunicación, alejó a los habitantes de equipamientos, servicios
y centros de trabajo, convirtiendo al automóvil en su cordón umbilical y a las
carreteras en territorios cada vez más lentos e inseguros.
Los fraccionamientos que en un
momento fueron promisorios ahora enfrentan graves problemas de descomposición
urbana y social, donde buscar la convivencia es regularmente faraónica. Por
ejemplo, en los fraccionamientos de Tlajomulco, Jalisco, se calculan más 70 mil
viviendas sin habitar, algunas abandonadas definitivamente por sus dueños y
otras desmanteladas por los mismos vecinos. Estos huecos físicos generan también
huecos de cohesión e identidad que se deben atender con urgencia.
Esta fractura seguirá expuesta
mientras para las autoridades e instituciones de planeación, ordenamiento y
regulación urbana los problemas de vivienda se resuelvan “adquiriendo” la
vivienda y ya. Y mientras para sus habitantes lo fundamental sea tener a la
mano un Aurrerá por encima de la
escuela, la clínica, el centro deportivo o un foro de arte.
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