26.3.07

Rodrigo Vázquez


La luz que allana un muro, una mirada que penetra la mirada, un cielo escampado, las manos encendidas por la faena, el peatón, la familia, una comparsa de billaristas. Esos son los rostros múltiples de una ciudad que no se abandona ni se petrifica.

La ciudad viva se ha guardado en la lente y ahí se descubre a quienes la deshonramos al menoscabar sus guiños cotidianos. No es la ciudad árida ni una postal de sobriedades, sino un latente personaje.

Rodrigo Vázquez tiene el iris por cincel y esculpe en la atmósfera a quienes hacen de este espacio un organismo en movimiento. La fotografía es, entonces, arte y testimonio de lo pasajero. Bien lo escribió Tennessee Williams: “Saber extraer lo eterno de lo desesperadamente fugaz es el mayor truco mágico de la existencia humana”.


Texto para la exposición Lagos: una historia cotidiana reciente, de Rodrigo Vázquez, que se puede visitar actualmente en la Casa dela Cultura. Los Billaristas es el título de esta fotografía

23.3.07

El coche


“Aquí no hay epígrafe”
Dante


Dios dijo “hágase el coche” y el hombre se acomodó primero, dejando a su mujer a la diestra (excepto en el Reino Unido), con los ojos pelones y un espejo para maquillarse.
El coche es el poder, el power destinado al macho. Por eso es una máquina, un hermoso ejemplar para domadores, igual al caballo o a la fiera cimarrona, que se debe domesticar poco a poco con la mano hábil y un poco de maña.
La mujer es sólo un objeto de ornato dentro del caparazón de metal, una compañía cuando se da la vuelta por las calles del centro o un motivo sensual al acariciar el tapiz en la emisión semanal de Autoshow. El hombre dirige, lleva el mando y conoce las rutas como un Marco Polo. La mujer no tiene otra ruta que la pintura de uñas o un bebé entre los brazos.
Aún así, el mando de piloto no es perpetuo. Se transmite de una generación a otra en el orden siguiente: el padre —un émulo de Fittipaldi— lleva el volante mientras la madre hace sombra a su costado sin opinar ni señalar las contingencias del camino. Callada tiene plenos derechos, aunque él venga ebrio de la fiesta o haya olvidado su licencia de conducir. Detrás van los niños haciendo bulla o quietecitos, eso es indistinto.
Cuando el niño varón tenga dieciocho podrá heredar el cargo de piloto y llevar al padre de contramaestre, desplegando la Guía Roji, haciendo muecas desbordantes y chuleando a las chicas que caminan por el boulevard. Tantos años de experiencia son suficientes para dirigir la orquesta acodado en la ventanilla de copiloto. El niño asumirá no sólo el rango de piloto, sino el de hombre.
Su madre pasará atrás con la hermana. Si alguna vez toma el volante será en el cacharro setenta y siete (un Caribe o un asmático Renault) comprado especialmente para ella, “para que vaya al mandado o a visitar a su madre”. Raro será verla conducir el coche del Señor, a menos que este se haya roto los huesos en el trabajo y no pueda conducir con el yeso.
La hermana debe permanecer en sigilo, presente apenas en el retrovisor hasta que sea una señorita. Entonces llegará un hombre benevolente que la haga partícipe de su amor, de su dinero y de los paseos dominicales. Un hombre que la coja de la cintura y le diga “véngase adelante con su rey”. Primero irá pegada a él, haciéndole mimos o tomando cerveza de la misma botella, aunque la palanca de las velocidades interfiera en su confort de amorosos. Después del matrimonio, pasará al asiento que una vez ocupo su madre: entonces el ciclo se habrá cerrado.
El orden del universo se mantendrá en equilibrio de este modo. Un consejo final: no se deje el coche al alcance de las locas, pueden generar un daño colateral.

Tampoco hay fin.



4.3.07

Marzo

Ayer vino Diaz-Barriga a encomendarme el diseño de una invitación para varios eventos del Seminario de Cultura Mexicana. Además, tengo que preparar un texto para la exposición de Rodrigo Vázquez y el guión de Inmóvil que le he pospuesto a Rocío Salas. El día doce, en la Feria del Libro, presentaré la charla La ciudad y los escritores. El dieciseis leeré algo en una mesa redonda con puro maestro: Benjamín Valdivia, Ricardo Yañez, Fernando Solana y José Luis Justes.

El diecisiete y el dieciocho moderaré un par de mesas en el Coloquio de Temas Jaliscienses. Además, habrá que andar de socialito en otras actividades e ir a escuchar a Eugenia León y a Astrid Hadad. Será justo reposar una vez que pase este 444 aniversario de la ciudad y encerrarme a trabajar un tiempo y sin escaparate.

El horizonte


Antes de cerrar la puerta de la habitación vio por última vez ese libro de pasta roja que había comprado en la librería de viejo: El Sena y los suicidas. Sobre la cama dejó la foto del hombre y una nota con bilé que hizo y rehizo hasta encontrar las palabras más cercanas a un puñal:

Héctor: cuando leas esta nota
flotaré en las aguas del Sena
y la culpa flotará contigo.
Katia.

Salió del hotel. El cielo sacudía un viento helado y la escarcha, como en película de Tim Burton, tramaba regateos de luz en las estrechas calles. Hay ciudades que nunca duermen, pero a ratos cabecean, será de viejas o cansadas, como París a esa hora.
“Nunca más, Héctor”, iba salpicando entre dientes, engrosando el poco valor que llevaba metido en la gabardina. Estos días habían sido los peores desde que dejaron México, el peor de los menesteres con un hombre a quien creía amar, pero con quien no podía tolerar verse un día más, una borrachera más o la humillación cotidiana de una golpiza.
Cuando llegó a la Plaza de la República tomó la Rue du Temple, el camino más corto al Sena. Varias veces se topó con turistas trasnochados de vuelta a su hotel o en busca de otra fiesta; personal del aseo público, indigentes y vehículos insatisfechos de andar la madrugada y tropezando en cada semáforo. Llegó a la Ïle de la Cité, el corazón de la ciudad, un lugar que ella reconocía ideal para las pasiones (“Para la pendejez”, le dijo un día Héctor echando por la borda su ensoñación), isla principio y fin de la cordura, de los poemas de Verlaine, de la Maga de Cortazar, de Victor Hugo y de Antonieta Rivas Mercado. Ahí descansaría, lejos de Héctor, de México y de aquello que pudiera preguntar por su ausencia. No había velado la noche en vano, tributándose en definitiva a la despedida, con su cuerpo presente y el silencio como causa. Lloró lo suficiente y leyó algunas páginas del libro antes de salir a entregar ese cuerpo en la ciudad ajena.
Ahí estaba Notre Dame, gigante, haciéndola temblar como cuando vio por vez primera La Piedad de Miguel Angel y lloró de emoción “no lo puedo creer, estoy soñando”, dijo, seguida por un pitorreo de Héctor.
Dejó un suspiro inflado en el ojo vigía del rosetón y apretó el paso. No volvería más a ese sitio: tendría la boca sucia y anegada después del amanecer. Rodeó la catedral hasta el Pont de l’ Archevêché, donde sabía que no encontraría el mismo tráfico. No habría testigos ni títulos en los diarios que señalaran su identidad o confirmaran la tristeza de un rostro ennegrecido para entonces por la garganta del Sena.
El río era una palidez, un gato sordo anidado a los pies de la mujer. Ardía en la orilla la luz de unos arbotantes y los barcos de turistas descansaban del ajetreo. En la balaustrada se detuvo Katia, miro al cielo ungida y musitó: “Nunca más, Héctor”, como le dijo una semana antes, andando todavía las calles de Granada. Él, acostumbrado al desenfado, omitió de sus actos la señal y torturó a Katia durante todos esos días y hasta la noche anterior, cuando dio un portazo al salir de la habitación. Ella esperó en la cama, de espaldas a la puerta para cuando él llegara no la viera llorar o, mejor dicho, para que ni siquiera encontrara sus ojos: esos débiles que siempre la traicionaban. Mejor le daría la espalda como un muro ciego y anudaría la rabia bajo el cobertor. Héctor no volvió y ni espalda ni ojos lo volverían a encontrar, sólo la nota y el silencio puro.
Cuando se percató de que el auto más próximo estuviera lo suficientemente lejos y de que ningún peatón pudiera observarla, trepo la balaustrada y se aquietó por un segundo, mirando el agua a sus pies. Recordó aquel poemita de Lorca que leyó en el tren a París: “el horizonte sin luz está mordido de hogueras” y comprendió que no podía hacerlo o, al menos, no era el momento: tenía suficiente miedo y, después de todo, podría perdonar a Héctor si hablaran nuevamente y él diluyera la rabia y fuera más hombre; podría perdonar a sus padres y a quienes la atosigaban en el trabajo, pagar la hipoteca en un par de años y vivir con Héctor en un sitio sano. Algún horizonte habría, aunque fuera pardo, no sólo la negrura del Sena.
Al impulsarse de vuelta al pavimento, su pie derecho resbaló en la humedad de la piedra, cuyo filo golpeó primero la rodilla y después su costado antes de la caída. En las aguas grises elevó los brazos, pero nadie pasaba en ese momento. No sabía nadar, sabía solamente aquellos versos de Lorca:

El horizonte sin luz
está mordido de hogueras

(Ya os he dicho que me dejéis
en este campo
llorando.)