3.10.18

Remember Lomas del Valle

Foto: Google Maps


Tendría unos siete años cuando mi familia llegó a vivir a Lomas del Valle, en la merita calle Cedro. Lo primero que recuerdo fue ver una plaga de gusanos soldado y chapulines que azotaron la calle, enverdeciéndola, así como el olor a hierba de los lotes baldíos. Eso era novedoso para un niño que había andado más que las calles del centro, con sus altas ventanas, rejas forjadas y zaguanes de macetas. Acá había un aroma a “nuevo”, a ladrillo recién encalado y cancelería de tubular; mientras que en la Juárez, el adobe, las jambas de cantera y los paredones neoclásicos nos rodeaban. Las casas allá tenían un toque de ancianidad.
Hacia 1980, Lomas del Valle era uno de los fraccionamientos con mayor crecimiento en Lagos de Moreno. Se había poblado con rapidez desde su construcción y poseía entornos variados. No era lo mismo vivir en la 5 de mayo que en Javier Mina o en Ciprés. Había viviendas humildes, clasemedieras y residenciales, calles empedradas, de terracería y adoquinadas. Un espíritu múltiple hervía porque llegaron familias jóvenes de cualquier nivel socioeconómico que le imprimieron un ambiente distinto al de los barrios tradicionales y plural.
En un principio, había un arco de ingreso por la calle 5 de mayo, el  cual fue demolido con el tiempo debido a que algunos vehículos de carga no cabían debajo. La carretera (hoy Boulevard Orozco y Jiménez) nos separaba del centro y sus barrios antiguos, y desde acá mirábamos su media docena de torres doradas al atardecer o los nubarrones oscuros que amenazaban desde Comanja en temporadas de lluvia. Mirábamos los cohetes de cada fiesta patronal y escuchábamos el ulular del tren amplificado por las madrugadas.
La colonia era el límite poniente de Lagos, donde empezaba la nopalera y una cerca de piedra bordeaba las calles Ciprés, Pino y Mezquite, hasta subir a la soledad de la Unidad Deportiva Municipal y a la Preparatoria Regional de la Universidad de Guadalajara, ambas recién inauguradas. Alrededor de estas sólo existía un descampado que hoy ocupa Paseos de la Montaña. Donde hoy está la tienda Aminoguanas había un letrero malhecho que decía “Calle del retorno”. Era, para mis ojos niños, el fin de la civilización y principio de la terra incognita. Cuando los estudiantes y maestros de la preparatoria se retiraban, por las noches, quedaba la punta del cerro, con sus 2000 metros sobre el nivel del mar, en plena oscuridad.
La ruta urbana de Autobuses Romo llegaba con apuros hasta la esquina de Aldama y Jacaranda, donde había un teléfono público muy útil, al que algunas veces le escurrían las monedas de tan lleno, pues la telefonía celular estaba muy lejos de aparecer. Luego, el camión volvía hacia el centro de Lagos, allá abajo, lejísimos de nuestros ojos y seguía su ruta hasta terminar en la Y griega, en el actual nodo vial que lleva a León. Más tarde se ampliaría la ruta y tomaría el legendario nombre de Cañada-Prepa, de la cual se pueden escribir cientos de aventuras y anécdotas, no todas gratas.
El camión era puro traqueteo y bajaba a madres por Jacaranda. En alguna ocasión hasta se quedó sin frenos y fue a parar directo al arroyo, con algunos heridos que fueron retratados con morbo por la nota roja del Provincia. Cuando íbamos al Cine Vera, a la Caja Mágica o a los chocomiles de Don Cuco lo primero que esperábamos del chofer era un veintiuno, boleto que intentaríamos cambiar por el beso de una niña, aunque la verdad no teníamos suerte con ninguna. Éramos chafas en el amor, pues.
En mi cuadra había excelentes vecinos con quienes hicimos amistad, los García Vilchis (Azael, Israel y su mamá doña Amelia); los Morales Romero (Sandra y Carlos), los Lugo Fuentes, los Segura Tiscareño (Hilda, Chela, Joel). A un costado de la casa vivían los Zamora de Anda (Hugo, Gustavo, Carmen, Lety, Omar, Mimí). Detrás de la casa vivían Judith y Chuy Moreno Alderete; más arriba, el buen Leonard y a unas cuadras mis amigos de la calle Pino: Rogelio, Gerardo “Miné” (a quien en la primaria llamábamos Nacho, no sé por qué), Erick, Anibal y Gaby Jacinto Chumacero. En la calle Roble, mis amigos Cipriano Jiménez y Abel (hermanos de Chava Tacos); los Urroz, buenazos mecánicos; Juan Pablo Ramírez Claudio y su familia, también mecánicos; los papás de Karina Gutiérrez Carrales, que tenían una tienda y hoy viven en León. En Jacaranda y Javier Mina vivía mi tía Goya y por Hacienda de la Daga mis tíos Félix y Pepe, con todos nuestros primos. Decenas de nombres que podría recordar y otros que se han borrado, entre amigos de la primaria, vecinos y visitantes eventuales.
Con ellos jugamos al bote, al circuito cerrado, a las choyitas, chinchelagua, teléfono descompuesto, futbol, beisbol y carreras; salíamos a recorrer el cerro o a andar las calles con los patines del diablo, la bicicleta o las avalanchas de baleros. Fue ahí donde nos enamoramos por vez primera de alguna vecina y donde tuvimos las primeras peleas a golpes, no siempre con buena fortuna. En mi cuadra teníamos a veces función de títeres, cinito, reuniones para contar cuentos de terror y hasta concursos de belleza, en los que participaban nuestras hermanas y vecinas. En los temporales de lluvia hacíamos represas con el agua que corría por el arroyo de la calle, subíamos a los árboles para tatuarlos con una navaja o construíamos casas de ramas para armar algún club secreto.
            La infancia aún se podía recorrer a pie, ir a la escuela con la mochila arrastrando y volver al mediodía para que te enviaran a las tortillas con la servilleta de cuadritos. Mi hermano Eduardo iba a la secundaria, al Poli; Diana estaba en el colegio Pedro Moreno; Bety en la Escuela de Educación Especial y yo en la Primaria Cuauhtémoc, la cual construyeron hasta la punta del cerro para que llegáramos con la lengua de fuera. Ahí tuve otros buenos amigos de los que luego escribiré y maestros memorables, como el profe Leopoldo Mendoza.
            La parroquia de San Francisco Javier era apenas un templo en construcción a donde concurría todo mundo, en especial en tiempos de fiesta y kermeses. El jardín estaba (y sigue ahí) entre Fuerte del Sombrero y Rancho del Venadito. Creo que a pesar de los años sigue careciendo de identidad, pero es un sitio de recreación para los vecinos.
            Además de la fiesta de San Francisco Javier, disfrutábamos las posadas, sobre todo aquellas que organizaba doña Paquita en la calle Roble. Su generosidad permitía que los gorrones participáramos de la piñata y los molotes, siempre y cuando rezáramos y cantáramos el Ora pro nobis.
            Entre las tiendas más reconocidas estaba la frutería Hermanos Salazar, la Panadería de Pan-taleón y una tortillería en Fuerte del Sombrero que siempre tenía una cola larguísima de gente, además de una tienda de ropa sobre la carretera: El Geitani. Recuerdo el primer establecimiento de abarrotes “elegante” que vi en mi calle, se llamaba Súrtase bien. Tenía un piso lustroso, aparadores de cristal y toda la mercancía acomodada con pulcritud, nada que ver con la idea de abarrotes que conocía hasta entonces, como la que estaba frente a la escuela y que vendía todo tipo de colguijes y estampitas sobre luchadores y álbumes de moda. Más tarde, en Lomas se instalaría en la calle Realistas la célebre discoteque Studio47 de Armando Villalobos y luego llegarían otros establecimientos que con el tiempo se multiplicaron en cantidad y en variedad por todas las calles.
            A pesar de los años, Lomas del Valle no ha cambiado del todo su espíritu. Permanecen los mismos lotes baldíos y algunas casas sólo se maquillaron; el camión baja aún como un loco por Javier Mina y las familias siguen habitando y deshabitando sus espacios. Ya no es la orilla de la ciudad, sino el corazón de un entorno en plena madurez.
            Aunque en Lomas del Valle mi familia sólo permaneció cuatro o cinco años, para mí fue un paraíso perdido el día que salimos. Había terminado mi primaria y estaba por ingresar a la secundaria en otro rumbo no muy lejano, pero extraño: el cerro de enfrente. Me aterraba no volver a ver a mis amigos y sepultar la infancia para siempre. Lo que no sabía entonces, es que otros paraísos me esperaban.

11.6.18

Fernando González Gortázar en Chapala

González Gortázar. Fotografía: El País

En el año 2013 la Universidad de Guadalajara distinguió a Fernando González Gortázar (Guadalajara, 1942) como Doctor Honoris Causa. Simultáneamente, la exposición Resumen del fuego, en el Museo de las Artes, signó el regreso a casa del reconocido arquitecto y escultor tapatío, quien, entre otras distinciones, ha sido también Premio Nacional de las Artes y se ha formado como un diletante en su andar cosmopolita.
Desde temprana edad, FGG gozó de Chapala, gracias a las temporadas que su familia pasaba con fines de descanso, y fue ahí donde realizó un par de obras de relevancia para su carrera.
La Cristianía. Fotografía: TripAdvisor
El acceso al parque es rotundo y se eleva con la violencia de un tejado que engulle a los usuarios hacia el interior. Los pilares de la fachada se coronan con un penacho de plantas de ornato, en remembranza a las macetas y enredaderas colgantes de algunos patios y viviendas de la región, donde los helechos y flores de temporada son parte del paisaje doméstico y urbano. Hoy están descuidados, quizá por lo poco funcional de su mantenimiento.
Si desde el cielo la zona de asadores es una siembra de frágiles tréboles, a ras de suelo, la masividad de la piedra emerge con fiera voluntad entre las áreas verdes, y sostiene trabes de concreto sobre las que descansan tejados que dan resguardo a los paseantes. Por su parte, los pilares de piedra labrada rompen con la horizontalidad y son, a la vez, prácticos asadores para el convivio dominical.
La naturaleza y la arquitectura se intersectan una y otra vez en las ondulaciones de las áreas verdes y rematan en la horizontalidad de la laguna, al fondo del parque, tras el follaje de los árboles y el canto de decenas de especies de aves.
            Para quien visita Chapala, el Parque de la Cristianía es un referente urbano que constituye un acertado esfuerzo de la arquitectura mexicana por dotarse de identidad sin los preceptos internacionales, más bien con los recursos de la arquitectura vernácula y su relación con el paisaje y las costumbres locales. Es un espacio de utilidad permanente que durante el día se llena de paseantes, deportistas y familias. Esa utilidad tan anhelada ahora que se construyen elefantes blancos por doquier en los espacios públicos de nuestras ciudades.
Casa Salcido
Otra obra que vale la pena destacar es la Casa Salcido, construida diez años antes (en 1971) y ubicada sobre la calle Hidalgo, a unos pasos del parque La Milagrosa, donde FGG se vuelca a un funcionalismo íntimo, doméstico, que no aspira sino a retraerse tras los muros de una quinta infranqueable. De ella refiere Raquel Tibol lo siguiente:

…sólo puede calificarse de euforia verbal, o fruto de una imaginación exaltada que logra ver cómo tres                paredes se entregan al amor sexual… donde dos muros exteriores se encuentran haciendo un ángulo                  de 90 grados, [Manuel] Larrosa ve una “intersección erótica, anuncio de bellezas interiores”.[1]

FGG es de los hombres renacentistas que la sociedad posmoderna tiende a suprimir en beneficio de una producción meramente técnica. Apuesta por el humanismo y la memoria, como lo señala él mismo en la siguiente cita: “la ciudad, como la arquitectura, también debe expresar la verdad y el autorretrato, que en este caso es colectivo. La ciudad debe ser la suma de las épocas por las que ha pasado, y la suma de los grupos que la han construido”[2]. Con esa congruencia, González Gortázar ha levantado su obra y el significativo legado que deja en Chapala.




[1] Tibol, Raquel. “Manuel Larrosa sobre Fernando González Gortazar”, en Revista Proceso. Vista el 10 de junio de 2018. http://www.proceso.com.mx/180223/manuel-larrosa-sobre-fernando-gonzalez-gortazar

[2] González Gortázar, Fernando (2014). Arquitectura, pensamiento y creación. Fondo de Cultura Económica y UNAM. México, D.F. Pag. 157.

27.5.18

Seis pintores laguenses del siglo XIX


Nuesta Señora, Refugio de Pecadores (1841), Obra de Mariano Borja,
Saint Ignatius Church, San Francisco, California.
(Fotografía: Wikipedia)

La sociedad mexicana del siglo XIX, en su búsqueda de una identidad como nación floreciente, recibió con entusiasmo los paradigmas del academicismo europeo y encontró en la Academia de San Carlos la institución que estableció los lineamientos que arquitectos y artistas debían diseminar por todo el territorio nacional. De ahí emergieron los maestros que formaron a los más importantes artistas de su época, especialmente en la capital y en centros urbanos como Guadalajara, Guanajuato, Morelia y Puebla.
Con su incipiente desarrollo, Lagos de Moreno no fue la excepción y dotó al país de pintores que (si bien son poco conocidos) colaboraron en la formación de un lenguaje plástico en Jalisco y en el Bajío guanajuatense.
Un precursor de la plástica local en el siglo XIX es Mariano Borja, pintor nacido antes de la independencia en León, Guanajuato, quien probablemente pasó temporadas en Lagos, pues algunos de sus clientes fueron vecinos de esta ciudad. Se convirtió en un retratista de trascendencia que aún espera estudios particulares sobre su vida y obra. De acuerdo con el coleccionista Carlos Navarro, Borja fue discípulo de José María Uriarte, quien retratara algunos personajes relevantes del naciente país mexicano y tuvo fama en Guadalajara. Aunque a Borja se le asocia al movimiento neoclásico, el mismo Navarro lo señala como un “pintor gótico”[1], influido por el romanticismo europeo, al grado que le atribuye influencias del reconocido retratista francés Dominique Ingres. Destacan sus retratos de los religiosos laguenses Francisco del Refugio Garciadiego (1838) o Ignacio Mateo Guerra (1838), así como de Mariano Torres y Anaya (1838), personajes capitales de la cultura local de esa época. En arte sacro realizó varias imágenes marianas.
Mariano Torres y Anaya (1838), obra de Mariano Borja,
Óleo sobre tela 45.5 x 61.5 cms.
Colección de Carlos Navarro.

Otro pintor digno de mencionarse es Ignacio Gómez Portugal. Él vivió en la segunda mitad del siglo XIX y es a quien se le atribuye el diseño del Templo del Calvario y planos sobre la actual parroquia de la Luz. Carlos Navarro le llama “arquitecto, escultor y pintor”, aunque no existen referencias de escultura o no se han encontrado. Realizó dos vistas panorámicas de Lagos y una de la Plazuela de La Merced (1890). Son conocidos sus retratos de personajes laguenses como el fabulista José Rosas Moreno, Miguel Leandro Guerra, Juan Pablo Anaya y Pedro Moreno. Además, fue catedrático de dibujo en el Liceo del Padre Guerra y pintor de cabecera de Agustín Rivera, amigo muy cercano a quien le realizó diversos cuadros por encargo.
D Mariano Leal y ZavaletaÓleo de José del Refugio Díaz del Castillo. 
Coleción particular de Mariano González Leal.
 (Fotografía de Rafael Doniz).

José del Refugio Díaz del Castillo y Moreno nació en Lagos en 1830. En 1865 participó en la Exposición de Bellas Artes de Guadalajara con la obra “El último pedazo de pan”, la cual fue recibida con beneplácito por la academia, aun cuando el autor se reconocía autodidacta. En 1867 fue a radicar a León con su esposa Mariana Gómez de Portugal, donde se asoció con el pintor guanajuatense Juan Nepomuceno Herrera, de quien tomó enseñanzas para madurar su oficio y abrir su propia cartera de clientes. Entre las piezas que realizó destacan los retratos de sus padres Juan de Dios Díaz del Castillo y González de San Román y Juana Moreno Gamiño, así como de su hijo José Díaz del Castillo y Gómez Portugal y del padre Miguel Colmenero. Fue autor de algunas obras de arte sacro en Lagos y en la iglesia del Oratorio de León Guanajuato. Falleció en su casa de León “número 4 de la calle del Oratorio, a las 3:33 a.m. el 30 de mayo de 1895”[2], dejando una estirpe de artistas que enseguida menciono.
La primera de ellos es Mariana Gómez de Portugal, quien en 1849 se casó con Díaz del Castillo. También nació en Lagos y fue miniaturista. Participó en exposiciones municipales de León, Guanajuato, ciudad en la que habitó hasta su muerte. Su obra ocupó los muros de casas leonesas por muchos años y hoy se encuentra dispersa en colecciones particulares del Bajío y en el catálogo del Museo Nacional de Historia.
José Díaz del Castillo y Gómez Portugal, hijo de los dos anteriores, nació en Lagos en 1868 (según Carlos Navarro, aunque sus padres ya vivían entonces en León). Fue discípulo del maestro Juan Nepomuceno Herrera y tuvo influencia de gran retratista Hermenegildo Bustos. Falleció en León en 1962, dejando retratos que cruzaron diferentes corrientes durante la primera mitad del siglo XX.
Finalmente, María Díaz del Castillo y Gómez Portugal, también hija de Refugio Castillo y Mariana Gómez de Portugal, quien nació en Lagos en 1871 y falleció, soltera, en 1973, a la edad de 102 años en León, Guanajuato. Fue miniaturista al igual que su madre.
En el año 2016, el Museo de la Ciudad de León abrió una sala dedicada a la pintura de ese municipio vecino, motivo por el cual el cronista Mariano González-Leal escribió una nota en la que hace alusión a la trascendencia de algunos de los laguenses arriba señalados. Ojalá se recupere y registre su obra y la de otros pintores aún desconocidos, pues con los años, el deterioro,  el desconocimiento del patrimonio artístico, el mercado negro y otros factores, gran parte de nuestro acervo cultural se ha extraviado lamentablemente.




[1] Navarro, Carlos (2003). El retrato en Jalisco. Taller de joyería C.N. Guadalajara, Jalisco. 572 p.p.
[2] Navarro, Carlos. Op cit.

20.5.18

Los mapas en mi vida



Hace unos días, Guía Roji se declaró en bancarrota y desaparece, paradójicamente, del mapa. De las empresas cartográficas en nuestro país fue la más prestigiosa durante casi cien años, pero no la única. Las demás se han esfumado discretamente en el tiempo y ahora la cartografía nacional se inhibe ante programas globales (como Google Earth) o aplicaciones de navegación en tiempo real (como Waze), a pesar de los esfuerzos por expandirse en el mercado impreso y digital.
Esta noticia detonó algunos recuerdos particulares de mi vida, pues soy coleccionista de mapas y guías. Es una pasión que se remonta a la infancia y tiene la legitimidad de quien colecciona playeras de las Chivas, dijes o videojuegos. Lo heredé de mi padre, quien acostumbra también comprar mapas de ciudades y carreteras. De hecho, en alguna época de mi adolescencia pensé estudiar geografía o alguna carrera afín, pero me decidí por la arquitectura, donde también los proyectos arquitectónicos representan radiografías de un trozo de territorio, espacios habitables que nacen del papel y la tinta.
Puedo pasar un buen rato mirando un mapa sin oficio ni beneficio. A veces, cuando estoy en el carro, saco de la guantera el de carreteras de Jalisco (como alguien lo haría con un folleto o el facebook), preguntándome por qué Huejuquilla está tan solo en el mundo, en esa frontera caprichosa que divide Jalisco de Zacatecas.
Desde niño solía husmear los mapas, pues en un pedazo de papel tenía la ciudad a mis pies, los arroyos, lagos, carreteras y rancherías. Era placentero llegar a una ciudad o un pueblo y conocer ya su geometría y los callejones macabros del barrio. Me bebí aquellas láminas que aparecían en la legendaria enciclopedia Salvat Monitor, planos antiguos, atlas enormes y de bolsillo; las antiguas cartas de tenal del INEGI, donde cada casita del rancho era un cuadro negro; planos dibujados a mano en el catastro, que se despellejaban en los archivos de los ayuntamientos; la famosa Guía Roji, con sus carreteras amarillas; las fotografías aéreas y los globos terráqueos, que no siempre han servido para adornar el escritorio de un director de primaria.
Algunos mapas permanecieron sin leer, enmohecidos en un rincón, igual que ciertos libros y baratijas. Otros desaparecieron sin avisar, como sucedió un día, en un viaje a Guadalajara, acompañado de mi amiga, la arquitecta Olivia Osornio. No conocíamos bien la zona metropolitana y compramos un plano de vialidades en la autopista. Al entrar por Lázaro Cárdenas, como hábil copiloto, Oly abrió el mapa para orientarnos y no terminaba de desplegarlo cuando una ráfaga de viento lo arrebató y se fue dando volteretas, retorciéndose entre los carros que venían atrás. Murió virgen ese mapa.
Por esos días asistíamos al Congreso Nacional de Geomática, donde descubrimos las maravillas del posicionamiento global y sus alcances. Nos impactaron las aplicaciones que un satélite, un GPS y una computadora podían lograr en la administración del suelo urbano o rural, mediante coordenadas UTM y programas novedosos.
Lo que entonces nos asombró hoy es convencional. La lectura digital sustituyó al papel en menos de una década y puede recorrerse el mundo con el cursor y hartos zooms en cualquier pantalla. Los mapas virtuales son capaces de meterte la calle en las narices, cascos históricos, usos de suelo y novedades arquitectónicas de ciudades, unas entrañables otras horribles. Es sencillo andar los picos glaseados de los Andes o los parques de Bratislava. Un buen metiche puede recorrer el interior de algunos edificios notables, viajar a la calle donde vivió Roberto Bolaño, en Blanes, o al anexo donde vacacionó Anna Frank mientras escribía su diario; se pueden supervisar las obras de la Sagrada Familia o espiar si Enrique Alfaro construyó sin licencia municipal.
Hace tres años, una mudanza fue pretexto para deshacerme de casi todos los mapas impresos que guardaba (luego, ciertos ladrones de barrio se encargaron del resto) y estimular aún más mi afición por el Google Earth y otras cartografías virtuales, las cuales se pueden manipular hasta en la palma de la mano. Seguramente pronto estarán disponibles en tiempo real y podremos ver el flujo vehicular y el vuelo de las aves sobre el entorno urbano, aunque aún se discute su conveniencia por motivos de seguridad pública. 
En lo personal, los mapas me han dado suficientes beneficios y cierta orientación de navegante, al grado que mi esposa me dice “eres un mapa con patas”. Más bien son ellos quienes nos ofrecen patas, ventanas y buenos ratos de ocio, tratando de leer la geometría del hombre sobre la tierra, sus trayectos o simplemente una explicación sobre la soledad de Huejuquilla.