Para homogenizar la elección del lugar y trazado de las
ciudades se establecieron lineamientos comunes, específicamente en el Libro IV
de las Leyes de Indias, promulgadas en
1533 y, posteriormente, en las Ordenanzas
de Descubrimiento, nueva población y pacificación de las Indias, dadas por
Felipe II en 1573. Estas ordenanzas se aplicaron según el interés que las
administraciones locales tenían sobre cada territorio ocupado.
La empresa colonizadora en América, sobre todo en el
siglo XVI, fue colosal, pues emprendió simultáneamente poblar los territorios
descubiertos y explotar su riqueza en beneficio de la corona, además de garantizar
la permanencia de la “civilización” española por medio del control político,
militar y religioso. Según Porfirio Sanz Camañes, entre 1522 y 1573 “la
política fundacional española alcanza su máximo apogeo, con la fundación de
cerca de 200 ciudades”[1] con funciones variadas:
político-administrativas, agrícolas, ganaderas, artesanales, mineras,
portuarias, comerciales, religiosas, militares o culturales.
El acto de fundación de una ciudad estuvo muy relacionado, por lo general, con el mantenimiento y control de la posesión de la región circundante. Las fundaciones solían obedecer a dos patrones, bien para ocupar una región o bien para confirmar los territorios ocupados, con términos jurisdiccionales extensos e imprecisos que en ocasiones llegaban hasta los lindes de las tierras conocidas.[2]
El virreinato de la Nueva España, en su proceso de expansión y urbanización, estableció una red de asentamientos y caminos para facilitar el tránsito de minerales, especialmente en la mesa central. Una vez que se descubrieron las minas de Zacatecas, en 1546, se consolidó el “Camino de la plata” hacia la Ciudad de México, primero por veredas poco definidas y luego por una ruta que con el tiempo se llamó Camino Real de Tierra Adentro, pero siempre con el riesgo de cruzar parajes asolados por los nativos, quienes llegaron a boicotear el paso de la plata con encono.
Como lo comenta Carlos Gómez Mata, “la obligada
construcción del ramal de tierra adentro” se efectuó “habiendo partido por la
mitad el corazón del territorio de los Chichimecas,
en abierto desafío a las feroces huestes guerreras de cuachichiles, xiconaquis,
custiques y tecuexes, principalmente”[iii]. Esta situación derivó
en constantes asaltos, robos y secuestros por parte de los nativos, quienes se
consideraban herederos del territorio, en una tradición que se remonta al
Horizonte Clásico de la datación precolombina.
Por supuesto que las acciones beligerantes no fueron
privativas de estos pueblos, sino también de los españoles, quienes en una
ambición desmedida por extenderse y saquear las riquezas de los centros mineros
cercanos (Zacatecas, Comanja y Guanajuato), emprendieron una “pacificación” por
medio de las armas y una permanente intimidación de sus adversarios por
diversos medios. El mismo Hernando de Martel, fundador de Lagos, en su juicio
de probanza de méritos señaló haber tomado más de mil quinientas “criaturas” de
los indios y entregarlos a personas españolas para que “las industriasen en
nuestra santa fe católica”.
Uno de los parajes más peligrosos era entonces el valle
de Pechititán y sus alrededores, donde hoy se asienta Lagos. Era imposible la
tregua entre nativos y españoles en un sitio con abundancia de agua, fertilidad
de la tierra y una topografía que permitía el tránsito a los cuatro puntos
cardinales. Había sido explorado hacia 1530 por el capitán Pedro Almíndez
Chirinos, con el fin de reconocer los territorios que conformarían la provincia
de Nueva Galicia. Sin embargo, tres décadas después las hostilidades seguían.
Por lo anterior, la Audiencia
de Guadalajara, ordenó a Hernando de Martel, Alcalde Mayor de Teocaltiche, la
fundación de la villa de Santa María de los Lagos para proteger los intereses
de la corona. El 31 de marzo de 1563 se llevó acabo el protocolo de fundación y
un mes después, el 3 de mayo, se levantó el Auto de posesión de la villa, en la
que el escribano Juan de Arrona consignó el trazo del asentamiento a partir de
una cruz en el centro de la plaza.
Las condiciones geográficas y climáticas para el nuevo
asentamiento eran inmejorables, especialmente por la abundancia de agua. La
misma Audiencia señaló “que se haga y edifique y pueble un pueblo de españoles
en los llanos de los Zacatecas en un sitio que es cerca de unas lagunas que hay
que se llaman Los lagos, el cual
pueblo se ha de llamar Santa María de los Lagos…”
El
nombre de Los lagos fue adoptado
porque en las primeras exploraciones se pensó que existían varios vasos
lacustres. Salvo por la laguna de San Juan Bautista, hacia el norte de la villa
y en la zona baja del valle, lo que realmente existían eran manantiales y ciénegas.
Parte del territorio se anegaba durante ciertos periodos del año, semejando
lagunas. Para una región semiárida, dicho territorio y la cuenca del río
debieron ser un paraíso. Además, se garantizaba el abasto de agua doméstica dada
por el río Lagos y por la facilidad para construir pozos artesianos y norias,
debido a que los mantos freáticos en el valle y en las cercanías del río estaban
a flor de piel. Alonso de la Mota y Escobar describe el paisaje
El
sitio de esta villa es el mejor de este reino; cae en tierra llana y tiene dos
ríos caudalosos por la parte oriente de que bebe todo el pueblo. Es de temple
muy sano, fresco y apacible, aunque falto de leña por no tener en muchas leguas
alrededor montaña. Hacia la parte del sur hay unos grandes humedales y ciénegas
que tienen todo el año mucho y buen pasto…”[iv]
Esas áreas fértiles permitieron cultivar la tierra con granos básicos, hortalizas, especies frutales y forrajes; otras fueron aprovechadas para el ganado y pastoreo. Además, en esa época el real de las minas de Comanja aportaba otro tipo de explotación y riqueza que mantuvo el interés de la Audiencia por el territorio.
Por otra parte, el emplazamiento de la villa, entre el
río y la serranía, permitió dominar visualmente el valle. El cerro de la Calavera,
donde hoy se localiza la parroquia del Calvario, disponía una vista despejada
para otear hacia el sur, pero también hacia las mesetas del poniente, oriente y
norte, donde se perdía el camino de la plata. La orografía, por tanto, fue
fundamental en la defensa de la villa y de los caminos.
El río
Lagos tenía un caudal irregular, según la temporada del año, por lo que fue un
factor decisivo en el diseño de la traza y la casa fuerte. En temporales altos
solía desbordarse y los conductos de plata quedaban varados hasta por semanas.
Su confluencia con el arroyo del Guaricho constituía un borde natural, ideal
para construir la defensa. Por tradición se ha señalado ese sitio como el lugar
exacto del baluarte, aunque por las condiciones topográficas e hidráulicas es
posible que tuviera edificación en ambas márgenes del río, asegurando no sólo
el paso del río sino la defensa de la villa española y resguardo en ambas
márgenes, al menos con garitas o muros contrafuertes para salvar la villa de
inundaciones y asaltos de los nativos. Es extraño que tuvieran que pasar tres
siglos para la construcción de un puente digno para sortear el cauce.
Tampoco hay certeza del sitio en el que existió la
primera cárcel. En la agonía de la colonia, en 1792, José Méndez Valdés,
escribió que la villa de Lagos tenía “cárcel muy mala, situada a las márgenes
del río con el mismo nombre, y expuesta al rigor de las crecientes que toma en
abundancia las aguas, cuyo paso es peligroso en tiempo de ellas…”[v] Por lo tanto, podría
inferirse que el baluarte (o casa fuerte), el presidio y la cárcel, en el caso
de Lagos, pudieron formar parte de una misma edificación, sobre todo si
consideramos que con el número de vecinos y la premura por contar con los
equipamientos básicos en el primer siglo (iglesia, cárcel, presidio, baluarte, casa
de gobierno, trojes…) era evidente levantar una arquitectura multifuncional que
con el tiempo se fue diversificando en el mapa y en la calidad constructiva.
La traza a regla y cordel partió
a una distancia aproximada de 200 varas del río (lo cual garantizaba que al
menos las inundaciones no llegaran hasta la plaza), con calles en damero a los
cuatro vientos, posiblemente con las 25 manzanas que se planteaban por
tradición en las ciudades de la América hispana y que se institucionalizaron en
las Ordenanzas de Felipe II una
década después. Estas manzanas albergaron la iglesia, la casa de gobierno, los
solares de los vecinos y sus respectivos huertos. Según Hugo Reyes García, las
casas de los primeros vecinos “seguramente estaban hechas, en ese momento, de
morillos y zacates, ya que don Hernando de Martel estaba apremiando a la
audiencia de Guadalajara a que le concediera indios para hacer casas de
terrado…”[vi]
El primer siglo de la villa
fue de penurias y con un crecimiento limitado, corriendo el riesgo de
despoblarse en algún momento. La bonanza del lugar no garantizaba seguridad ni
futuro, pero con el tiempo y la resistencia de sus pobladores logró consolidar
una de las villas más prósperas del virreinato. Se incorporaron barrios de
indios, llegaron las órdenes regulares a fundar conventos, se construyeron
estancias, pueblos de indios con ascendencia tlaxcalteca, obras de
infraestructura, edificios a cal y canto, equipamientos y una identidad propia que
fueron consolidando el futuro de este baluarte en un valle prodigioso.■
[1]
Sanz Camañes, Porfirio (2004). Las
ciudades en la América Hispana. Sílex Ediciones. Madrid, España. Pag. 28.
[2] Sanz
Camañes, Porfirio. Op. cit.Pag. 26.
[iii]
Gómez Mata, Carlos (2006). Lagos indio.
Universidad de Guadalajara. Pag. 33.
[iv]
De Alba, Alfonso () Antonio Moreno y
Oviedo y la Generación de 1903. Biblioteca de Autores Laguenses. Pag. 80
[v] Descripción y censo general de la
Intendencia de Guadalajara 1789-1793. (1980) Gobierno del Estado de
Jalisco.
[vi] Reyes García, Hugo (1998) “Historia urbana de Lagos de Moreno”, en La ciudad en Retrospectiva. Luis Felipe Cabrales barajas y Eduardo López Moreno (compiladores). Universidad de Guadalajara. Pag. 249.
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