27.5.18

Seis pintores laguenses del siglo XIX


Nuesta Señora, Refugio de Pecadores (1841), Obra de Mariano Borja,
Saint Ignatius Church, San Francisco, California.
(Fotografía: Wikipedia)

La sociedad mexicana del siglo XIX, en su búsqueda de una identidad como nación floreciente, recibió con entusiasmo los paradigmas del academicismo europeo y encontró en la Academia de San Carlos la institución que estableció los lineamientos que arquitectos y artistas debían diseminar por todo el territorio nacional. De ahí emergieron los maestros que formaron a los más importantes artistas de su época, especialmente en la capital y en centros urbanos como Guadalajara, Guanajuato, Morelia y Puebla.
Con su incipiente desarrollo, Lagos de Moreno no fue la excepción y dotó al país de pintores que (si bien son poco conocidos) colaboraron en la formación de un lenguaje plástico en Jalisco y en el Bajío guanajuatense.
Un precursor de la plástica local en el siglo XIX es Mariano Borja, pintor nacido antes de la independencia en León, Guanajuato, quien probablemente pasó temporadas en Lagos, pues algunos de sus clientes fueron vecinos de esta ciudad. Se convirtió en un retratista de trascendencia que aún espera estudios particulares sobre su vida y obra. De acuerdo con el coleccionista Carlos Navarro, Borja fue discípulo de José María Uriarte, quien retratara algunos personajes relevantes del naciente país mexicano y tuvo fama en Guadalajara. Aunque a Borja se le asocia al movimiento neoclásico, el mismo Navarro lo señala como un “pintor gótico”[1], influido por el romanticismo europeo, al grado que le atribuye influencias del reconocido retratista francés Dominique Ingres. Destacan sus retratos de los religiosos laguenses Francisco del Refugio Garciadiego (1838) o Ignacio Mateo Guerra (1838), así como de Mariano Torres y Anaya (1838), personajes capitales de la cultura local de esa época. En arte sacro realizó varias imágenes marianas.
Mariano Torres y Anaya (1838), obra de Mariano Borja,
Óleo sobre tela 45.5 x 61.5 cms.
Colección de Carlos Navarro.

Otro pintor digno de mencionarse es Ignacio Gómez Portugal. Él vivió en la segunda mitad del siglo XIX y es a quien se le atribuye el diseño del Templo del Calvario y planos sobre la actual parroquia de la Luz. Carlos Navarro le llama “arquitecto, escultor y pintor”, aunque no existen referencias de escultura o no se han encontrado. Realizó dos vistas panorámicas de Lagos y una de la Plazuela de La Merced (1890). Son conocidos sus retratos de personajes laguenses como el fabulista José Rosas Moreno, Miguel Leandro Guerra, Juan Pablo Anaya y Pedro Moreno. Además, fue catedrático de dibujo en el Liceo del Padre Guerra y pintor de cabecera de Agustín Rivera, amigo muy cercano a quien le realizó diversos cuadros por encargo.
D Mariano Leal y ZavaletaÓleo de José del Refugio Díaz del Castillo. 
Coleción particular de Mariano González Leal.
 (Fotografía de Rafael Doniz).

José del Refugio Díaz del Castillo y Moreno nació en Lagos en 1830. En 1865 participó en la Exposición de Bellas Artes de Guadalajara con la obra “El último pedazo de pan”, la cual fue recibida con beneplácito por la academia, aun cuando el autor se reconocía autodidacta. En 1867 fue a radicar a León con su esposa Mariana Gómez de Portugal, donde se asoció con el pintor guanajuatense Juan Nepomuceno Herrera, de quien tomó enseñanzas para madurar su oficio y abrir su propia cartera de clientes. Entre las piezas que realizó destacan los retratos de sus padres Juan de Dios Díaz del Castillo y González de San Román y Juana Moreno Gamiño, así como de su hijo José Díaz del Castillo y Gómez Portugal y del padre Miguel Colmenero. Fue autor de algunas obras de arte sacro en Lagos y en la iglesia del Oratorio de León Guanajuato. Falleció en su casa de León “número 4 de la calle del Oratorio, a las 3:33 a.m. el 30 de mayo de 1895”[2], dejando una estirpe de artistas que enseguida menciono.
La primera de ellos es Mariana Gómez de Portugal, quien en 1849 se casó con Díaz del Castillo. También nació en Lagos y fue miniaturista. Participó en exposiciones municipales de León, Guanajuato, ciudad en la que habitó hasta su muerte. Su obra ocupó los muros de casas leonesas por muchos años y hoy se encuentra dispersa en colecciones particulares del Bajío y en el catálogo del Museo Nacional de Historia.
José Díaz del Castillo y Gómez Portugal, hijo de los dos anteriores, nació en Lagos en 1868 (según Carlos Navarro, aunque sus padres ya vivían entonces en León). Fue discípulo del maestro Juan Nepomuceno Herrera y tuvo influencia de gran retratista Hermenegildo Bustos. Falleció en León en 1962, dejando retratos que cruzaron diferentes corrientes durante la primera mitad del siglo XX.
Finalmente, María Díaz del Castillo y Gómez Portugal, también hija de Refugio Castillo y Mariana Gómez de Portugal, quien nació en Lagos en 1871 y falleció, soltera, en 1973, a la edad de 102 años en León, Guanajuato. Fue miniaturista al igual que su madre.
En el año 2016, el Museo de la Ciudad de León abrió una sala dedicada a la pintura de ese municipio vecino, motivo por el cual el cronista Mariano González-Leal escribió una nota en la que hace alusión a la trascendencia de algunos de los laguenses arriba señalados. Ojalá se recupere y registre su obra y la de otros pintores aún desconocidos, pues con los años, el deterioro,  el desconocimiento del patrimonio artístico, el mercado negro y otros factores, gran parte de nuestro acervo cultural se ha extraviado lamentablemente.




[1] Navarro, Carlos (2003). El retrato en Jalisco. Taller de joyería C.N. Guadalajara, Jalisco. 572 p.p.
[2] Navarro, Carlos. Op cit.

20.5.18

Los mapas en mi vida



Hace unos días, Guía Roji se declaró en bancarrota y desaparece, paradójicamente, del mapa. De las empresas cartográficas en nuestro país fue la más prestigiosa durante casi cien años, pero no la única. Las demás se han esfumado discretamente en el tiempo y ahora la cartografía nacional se inhibe ante programas globales (como Google Earth) o aplicaciones de navegación en tiempo real (como Waze), a pesar de los esfuerzos por expandirse en el mercado impreso y digital.
Esta noticia detonó algunos recuerdos particulares de mi vida, pues soy coleccionista de mapas y guías. Es una pasión que se remonta a la infancia y tiene la legitimidad de quien colecciona playeras de las Chivas, dijes o videojuegos. Lo heredé de mi padre, quien acostumbra también comprar mapas de ciudades y carreteras. De hecho, en alguna época de mi adolescencia pensé estudiar geografía o alguna carrera afín, pero me decidí por la arquitectura, donde también los proyectos arquitectónicos representan radiografías de un trozo de territorio, espacios habitables que nacen del papel y la tinta.
Puedo pasar un buen rato mirando un mapa sin oficio ni beneficio. A veces, cuando estoy en el carro, saco de la guantera el de carreteras de Jalisco (como alguien lo haría con un folleto o el facebook), preguntándome por qué Huejuquilla está tan solo en el mundo, en esa frontera caprichosa que divide Jalisco de Zacatecas.
Desde niño solía husmear los mapas, pues en un pedazo de papel tenía la ciudad a mis pies, los arroyos, lagos, carreteras y rancherías. Era placentero llegar a una ciudad o un pueblo y conocer ya su geometría y los callejones macabros del barrio. Me bebí aquellas láminas que aparecían en la legendaria enciclopedia Salvat Monitor, planos antiguos, atlas enormes y de bolsillo; las antiguas cartas de tenal del INEGI, donde cada casita del rancho era un cuadro negro; planos dibujados a mano en el catastro, que se despellejaban en los archivos de los ayuntamientos; la famosa Guía Roji, con sus carreteras amarillas; las fotografías aéreas y los globos terráqueos, que no siempre han servido para adornar el escritorio de un director de primaria.
Algunos mapas permanecieron sin leer, enmohecidos en un rincón, igual que ciertos libros y baratijas. Otros desaparecieron sin avisar, como sucedió un día, en un viaje a Guadalajara, acompañado de mi amiga, la arquitecta Olivia Osornio. No conocíamos bien la zona metropolitana y compramos un plano de vialidades en la autopista. Al entrar por Lázaro Cárdenas, como hábil copiloto, Oly abrió el mapa para orientarnos y no terminaba de desplegarlo cuando una ráfaga de viento lo arrebató y se fue dando volteretas, retorciéndose entre los carros que venían atrás. Murió virgen ese mapa.
Por esos días asistíamos al Congreso Nacional de Geomática, donde descubrimos las maravillas del posicionamiento global y sus alcances. Nos impactaron las aplicaciones que un satélite, un GPS y una computadora podían lograr en la administración del suelo urbano o rural, mediante coordenadas UTM y programas novedosos.
Lo que entonces nos asombró hoy es convencional. La lectura digital sustituyó al papel en menos de una década y puede recorrerse el mundo con el cursor y hartos zooms en cualquier pantalla. Los mapas virtuales son capaces de meterte la calle en las narices, cascos históricos, usos de suelo y novedades arquitectónicas de ciudades, unas entrañables otras horribles. Es sencillo andar los picos glaseados de los Andes o los parques de Bratislava. Un buen metiche puede recorrer el interior de algunos edificios notables, viajar a la calle donde vivió Roberto Bolaño, en Blanes, o al anexo donde vacacionó Anna Frank mientras escribía su diario; se pueden supervisar las obras de la Sagrada Familia o espiar si Enrique Alfaro construyó sin licencia municipal.
Hace tres años, una mudanza fue pretexto para deshacerme de casi todos los mapas impresos que guardaba (luego, ciertos ladrones de barrio se encargaron del resto) y estimular aún más mi afición por el Google Earth y otras cartografías virtuales, las cuales se pueden manipular hasta en la palma de la mano. Seguramente pronto estarán disponibles en tiempo real y podremos ver el flujo vehicular y el vuelo de las aves sobre el entorno urbano, aunque aún se discute su conveniencia por motivos de seguridad pública. 
En lo personal, los mapas me han dado suficientes beneficios y cierta orientación de navegante, al grado que mi esposa me dice “eres un mapa con patas”. Más bien son ellos quienes nos ofrecen patas, ventanas y buenos ratos de ocio, tratando de leer la geometría del hombre sobre la tierra, sus trayectos o simplemente una explicación sobre la soledad de Huejuquilla.