26.6.07

Días extraños


En el 2005, Enrique Bunbury canceló su gira y anunció una pausa en su carrera debido al cansancio. Cuando todos pensábamos que la tregua duraría un buen tiempo, a fines del año pasado apareció un disco de buró en el que comparte el estudio con Nacho Vegas, ex vocalista de Manta Ray.
Hablo de El tiempo de las cerezas, una entrega doble que de inmediato alcanzó gordos billetes en España. En Latinoamérica no se promovió más que vía Internet y boca a boca, pues se trata de un juego doméstico y de intimidades que intentó ser discreto de origen.
Ambos personajes trabajaron sus propias canciones y apenas se acompañan con la guitarra y algunos coros. Me parece que en este disco Bunbury sigue cansado, a pesar de lo que digan los ortodoxos, y es Vegas quien se lleva el protagónico, con canciones como “La pena o la nada”:
Y te vi llorar / un rió a cada lado de tu rostro / sin desmaquillar / como la propia Katy Jurado con las nubes negras detrás / Te vi llorar / Y qué podía hacer, qué podía hacer / si moría sin poder ponerme a llorar también.
La melancolía es el pan con el cual se come El tiempo de las cerezas. Yo había tratado de asimilarlo, pero es apenas en el temporal de lluvias cuando me ha caído su espíritu. “Días extraños” es un gran tema (sobra decir que fue el más explotado en los medios) al que se pueden añadir “Serie negra”, “Creo que va a empezar a llover” o “De esclavitud y de cadenas”.
Vale más decirlo: quienes oyen la música sólo con las orejas pueden abstenerse de acercarse a El tiempo de las cerezas, pues les será aburrido y monótono. Los demás esperen un cielo encapotado, siéntense en la ventana y escuchen; verán cómo los días conmueven si uno lo quiere y si se deja acontecer por mundo:
…Y creo que va a empezar a llover / y yo querré correr y correr y desaparecer.

12.6.07

Un mundo feliz


“La civilización no tiene en absoluto necesidad de nobleza ni de heroísmo. Ambas cosas son síntoma de ineficacia política”, le dice el inspector Mustafá Mond a John el Salvaje en Un mundo feliz, la clásica novela de Aldous Huxley que enuncia el horror del progreso, de las sociedades controladas y de la ciencia al servicio del poder.
Mond pertenece a la elite que conoce los alcances de la razón pero se entrega a los instrumentos políticos para evitar ejercerla, a fin de vivir en constante “felicidad” a costa del individuo y de su autodeterminación. Quien se subleva al orden establecido debe ser desterrado.
En la novela, el mundo vive la era fordiana. Ford es una entidad sustituta de Dios, en una sociedad iconoclasta y cuya escala de valores empieza por el cumplimiento de la norma y el trabajo dirigido. Todo es orden: los nacimientos son controlados por máquinas y mediante un complejo sistema de clonación e incubación, de selección artificial y jerarquías; se han abolido el matrimonio y las emociones; las dudas y penas son abatidas por tabletas de soma, cine virtual y Sesiones de Solidaridad.
Es John el Salvaje quien altera este mundo. Bernard Marx y Lenina Crown lo extraen de una reserva en Nuevo México y lo llevan a la civilización, en Londres. John pertenece al pasado, es marginado y sensible, conoce parlamentos completos de Shakespeare y se enamora de Lenina Crown. Nada más inconveniente para el entorno que ahora habita.
En uno de los más intensos episodios de la literatura, Lenina y John se desencuentran. Ella no está programada para el enamoramiento y él porta un dócil enjambre de sentimientos. Lo que debería ser una escena amorosa (o erótica, según la condición de Lenina) termina violentamente y despoja a John de toda esperanza por asociarse al mundo: el principio de la caída se desata en la búsqueda del amor.
Un mundo feliz pertenece a las novelas de ciencia ficción que en el siglo veinte señalaron la desazón de un futuro mecanizado, como 1984, de George Orwell, Fahrenheit 451, de Ray Bradbury, o Nosotros, de Zamiatin.
Mario Vargas Llosa escribió: “Los fordianos son sin duda felices, pero solo en la medida en que puede serlo un autómata”. La civilización pretende la sujeción del individuo, lo automatiza, pues. El poder lo somete a una información “adecuada” y al consumo. Nos enreda en los canales televisivos de estrellas mediocres y en los deseos de posesión dictados por el mercado, además de excluir a quienes se abstienen de ello y señalar a quien le sea peligroso. No estamos lejos del inspector Mustafa Mond. Existe el horror de la ficción alrededor y le llamamos felicidad. Que nadie se manifieste. No hay espacio para los salvajes, los que aún creen en la conciencia, en la libertad o en alguna línea de Shakespeare.