8.7.12

Dimitrio y las líneas de la locura

La Casa Museo López Portillo, localizada en el primer cuadro de Guadalajara, cumple treinta años de actividad. Esta institución, dirigida por Marco Antonio Hernández, es uno de los espacios de la capital tapatía que abren sus puertas a jóvenes con nuevas perspectivas para la plástica, como lo son ahora “Lúbricas pasiones”, exposición colectiva sobre la diversidad sexual, y “Cuerdas no tan cuerdas” del laguense José Dimitrio Gómez.

Esta última, es una alegoría de 17 obras, entre óleo y escultura, en la que el animismo de cellos y violines recrea varias perspectivas de la condición humana, como si el instrumento fuera un poliedro receptor de vicios y virtudes. El cello representa no sólo su experiencia personal como objeto, sino como un sujeto en en el que se construye una relación trágica: la gracia del arte y las puertas de la locura. Obras como “Por una cabeza” y “¡Bon appetit!” son referente de este maridaje.

José Dimitrio Gómez es, entre los artistas plásticos de Lagos de Moreno, uno de los que más constancia y oficio han demostrado en los últimos años. Además de la enérgica juventud, tiene en su familia un staff que lo vitaliza en los intrincados quehaceres del arte, pues desde una temprana exposición escolar, a los nueve años, su trabajo con el pincel no ha descansado un solo día. En la adolescencia se integró al grupo Jardín del Arte y a sus 25 años ha mostrado su obra en diversas ciudades de Jalisco, el Bajío y Moreno Valley, al sur de California.

El placer por la literatura, la música y la historia le ha otorgado referentes temáticos que se han transformado en una serie de retratos de escritores, en abundante caricatura política y en arte urbano, con obras como el monumento al Charro, a Rita Pérez de Moreno y a Luis Moreno, así como varios bustos de personajes célebres a lo largo del Boulevard Ramírez Rentería, en Lagos de Moreno.

Con sus excepciones, la obra de Dimitrio tiene una constante compositiva: el uso de la línea ondulada y el contorno, con una sutileza que tiene referentes en Boticelli y en el art noveau, pero asentada con recursos propios en el siglo XXI. De esas líneas penden superficies acres o multicolores, cielos de intensidad enrarecida por la bruma y telas de aristócraticas curvas. Son la sinfonía que ya supuso el pintor alemán August Macke cuando escribió “sólo una fuerza sobrehumana es capaz de colocar los colores en un pentagrama como ocurre con las notas”.

La exposición “Cuerdas no tan cuerdas” es un impulso de la museógrafa María Dolores Hernández Rubio y del promotor cultural Fréderick R. Baillieux Mattheuws. Permanecerá abierta durante julio y agosto, para quienes disfrutan la música y las líneas que llevan a la locura.

15.6.12

Las brechas de Arturo Azuela

Hace unos días, la muerte de Ray Bradbury acaparó la atención de la comunidad literaria en todo el mundo. Tras el fulgor de la noticia permaneció la flama de otra muerte: el maestro Arturo Azuela Arriaga, ejemplar novelista que presidía el Seminario de Cultura Mexicana, sucumbió ante la enfermedad.

Arturo Azuela nació en 1938 en la Ciudad de México. Siempre se autonombró hijo de dos Santa Marías (Santa María la Ribera y Santa María de los Lagos), lugares en los que vivió durante la infancia y que tienen especial significado para la familia Azuela. Su espíritu humanista lo llevó a estudiar ramas del conocimiento diversas: música, matemáticas, ingeniería y filosofía de la ciencia. Dirigió varias instituciones académicas y viajó alrededor del mundo como investigador y catedrático. En 1973 publicó su primera novela, El tamaño del infierno, que lo consolidó en las letras mexicanas como un reformador del lenguaje y abrió el camino a una veintena de títulos más, entre novelas, ensayos y textos biográficos.

El día que lo conocí era yo un lector incipiente, de unos dieciséis años, ansioso de acercarme a los escritores como otro lo haría con un futbolista o con una actriz de cine. Cuando me enteré que el Ayuntamiento de Lagos de Moreno le había otorgado la presea Mariano Azuela pedí a un par de amigos que me acompañaran al teatro, pero ellos decidieron irse mejor al billar. Era mi oportunidad de conocer juntos a Alfonso de Alba, Alfredo Márquez Campos y Arturo Azuela, autores laguenses que ya conocía por sus libros, así que fui a sentarme solo en uno de los palcos.

Después de que el alcalde y el gobernador Cosío Vidaurri le colocaron la presea, Azuela pronunció su discurso de recepción con voz opaca y pausada, pero latente, en el que se refirió al espíritu creador de la capital alteña y a sus años de formación. Era un hombre fuerte, frondoso, de mirada ruda, pero con una sensibilidad impresionante, a quien fui y le di la mano después del evento, aún emocionado por sus palabras.

Con el tiempo, mi ingreso como Miembro Correspondiente del Seminario de Cultura Mexicana me dio la oportunidad de compartir con él varias actividades, tanto en Lagos, como en México y en Guadalajara. Nuestras charlas fueron siempre breves, pues regularmente estaba rodeado de amigos que lo tenían acorralado o lo apresuraban. Y cuando estaba solo era parco, limitado a observar más que a charlar. En público, por el contrario, era un conversador vehemente y podía tratar un tema por largo rato. Le apasionaba la música tanto como el Quijote (del cuál era experto) o narrar sus días en Lisboa y en Lagos tanto como la infancia en el kiosko de Santa María.

Fue el año pasado cuando tuve la oportunidad de saludarlo por última vez, en el Encuentro de Escritores de Salvatierra, donde ofreció una conferencia sobre Mariano Azuela, Yañez y Rulfo, los tres jaliscienses universales. Al final del evento, comiendo un delicioso pozole en los portales del Ayuntamiento, charlamos una vez más sólo un par de palabras, pues su fatiga era evidente. El hombre de roble que conocí en mi adolescencia se había debilitado y he pensado que esa noche en Salvatierra ni siquiera me reconoció.

Con la muerte, Arturo Azuela atiza la lumbre de su obra: una hoguera entre la ciencia y el arte, sin distinción de clase. El humanista se despide tal como concluye El tamaño del infierno: “las brechas no se acaban, siguen descubriendo cicatrices de difuntos, de vivos o de espectros”.

1.5.12

Dulces batallas que nos animan la noche

Cada año, desde el 2006, el Colectivo Paracaídas organiza en Morelia el Encuentro Nacional de Letras Independientes, en el que participan autores y artistas de todas las geografías del país. Azarosas han sido las jornadas en las que se han establecido vínculos y se han compartido experiencias sobre el oficio de trabajar la literatura desde la periferia, con esfuerzos al margen de la cultura oficial. Innumerables veladas, lecturas, proclamas y mesas de trabajo se han desarrollado bajo el cielo michoacano en búsqueda de una identidad literaria nacional, o mejor dicho: de las diversas identidades y voces que se construyen desde Tijuana hasta Yucatán.
Dulces batallas que nos animan la noche, es el producto que sintetiza el trabajo en estos años. Reúne alrededor de cuarenta narradores y poetas, entre los que destacan Diana Ferreyra, Gaspar Aguilera, Alejandra Quintero, Guillermo Samperio, Manuel Noctis, Carlos Martínez Rentería, Omar Roldán, Rafa Saavedra y los jaliscienses Berónica Palacios y Mario Z. Puglisi.
Como en toda obra antológica, algunos quedaron fuera, pero permanecen en el ánimo colectivo de este exitoso encuentro, cuyas horas de trabajo se extienden, como lo dice el título, en inacabables lucubraciones nocturnas. Joaquín Marof escribe en el prólogo: “Una antología es una promesa de diversidad literaria a bajo precio, es un acto de fe en conjunto y, al mismo tiempo, una esperanza de que cada texto sobreviva por sí mismo”.
 
Dulces batallas que nos animan la noche
Antología del Encuentro Nacional de Letras Independientes 2006-2011
Compiladores A. Quintero, F. Valenzuela y O. Quevedo
Varios editores
Morelia, Michoacán, 2011