24.7.20

Relevo generacional de la literatura en Lagos


¿Por qué tengo el aire de la esfinge en casa?
me pongo a bailar, a comer, a ver cómo es Lagos
qué tiene su paisaje desde mi casa
cuánto abarca
allá, en mi
¿Hasta dónde me enmudece?
¿Hasta dónde me cansa?
Reyna de la Torre

Fuera de Guadalajara, Lagos de Moreno era la única ciudad que gozaba de vida literaria en Jalisco en el siglo XIX, mediante grupos de autores que han sido ya consignados por la historia una y otra vez. Esta tradición por las letras, aunque intermitente, se mantuvo durante todo el siglo XX y se ha estudiado con amplitud en diversas investigaciones, entre las que destaca el estudio realizado por la doctora Irma Esthela Guerra, titulado Escritores de una ciudad encantada. El grupo literario laguense de 1903, así como las obras de Alfonso de Alba y Sergio López Mena, entre otros.
Aunque algunas décadas fueron escasas en producción literaria, partir de la década de los noventa no ha cesado la actividad en las letras gracias a esfuerzos de escritores, instituciones y grupos independientes. Fue en 1990 cuando se formó el taller literario de la Casa de la Cultura y, posteriormente, el taller literario El Tlacuache, el colectivo Contracorriente en Provincia y, ya en la primera década de este siglo, el taller literario El páramo, además de los talleres impulsados desde el Centro Universitario de los Lagos y la Dirección de Cultura del Ayuntamiento.
Entre 1990 y 2010 existieron revistas, boletines y fanzines impresos que incorporaron parcialmente o en su totalidad trabajos literarios de autores locales: Paralelo 21, Tinta nueva, Cuadernos del Tlacuache, Luna lúgubre, Slam, La araña patona, Cronos, Petra, Ágora, Baluarte, Mientras pasa la tarde y Nuestras raíces, además de los espacios que ofrecieron los diversos periódicos locales. Como suele suceder con las publicaciones periódicas culturales, la mayoría no corrieron con la suerte de superar la docena de números; sin embargo, se convirtieron en materia de consulta para documentar la vida literaria en Lagos durante esos años, cuando los poetas y narradores jóvenes podían contarse con los dedos de las manos.
En este periodo se publicaron libros de diversos autores en los géneros de poesía y narrativa y se realizaban recitales, talleres literarios y cursos en los espacios independientes u oficiales dedicados a la cultura, como la Biblioteca “María Soiné de Helguera”, la Casa de la Cultura, la Escuela de Artes, el Centro Universitario de los Lagos (con la extinta Casa Serrano), además de algunos bares, galerías y espacios alternativos.
De la generación surgida en los años noventa, solamente algunos autores siguen vigentes en las letras, mientras que otros decidieron abandonar su rol literario una vez superado el ardor de la juventud, como suele suceder comúnmente en cualquier manifestación del arte. Por el momento, no es de mi interés mencionar a ninguno, sino enfocar este artículo a esos autores menores de treinta años que están construyendo la literatura actual en Lagos de Moreno, pues es un movimiento amplio y plural, digno de difundirse y sumarse a manifestaciones paralelas en otras ciudades y regiones. Estos nuevos poetas, dramaturgos y narradores, a diferencia de la generación previa, se encontraron en la era digital y han explotado nuevos soportes para difundir su obra, mediante páginas electrónicas, blogs, tubes, podcasts y redes sociales, así como espacios en Radio Universidad de Guadalajara, encuentros literarios, periódicos locales y fanzines impresos.
 De esta nueva generación, quien ha tenido mayor relevancia es Román Villalobos, poeta que ya se acerca a la tercera década de edad y tiene una permanente actividad en diferentes espacios impresos y digitales, pues no ha dejado de producir poesía desde la adolescencia. Entre sus libros destacan Pequeña ciudad eléctrica (2016) y Sutra del vagón (2019), libro producto de una beca del Programa de Estímulo a la Creación y Desarrollo Artístico (PECDA).
En la dramaturgia destaca Aarón Alba, quien inició como actor en grupos teatrales locales y en 2013 decidió aventurarse en el rol de autor de sus propios libretos. Su pieza Tu Frankinstein nunca fue mi quijote fue estrenada en la Semana de la Dramaturgia Nuevo León, en 2016. Actualmente radica en la Ciudad de México, donde comparte la dramaturgia con la actuación.
Por su parte, Venancio Villalobos es un joven director de cine y guionista, con formación en la Universidad Autónoma de Aguascalientes, entre cuyas obras destacan los cortometrajes Ni en la más oscura de mis tardes, Ahí donde nos quedamos y Lo negro de la tierra, con una sensibilidad narrativa que le ha llevado a competir como guionista en el Festival Internacional de Cortometrajes en México.
De los géneros literarios, es la poesía quien cuenta con mayor cantidad de exponentes jóvenes, entre los que podemos mencionar el trabajo de Ada Martínez, Roy Ornelas, Juan Manuel Cedillo, Nancy Cedillo, Edgar Macías, Dalia Zamora, Lucy Cruz, Aarón Navarro, Luz Atilano, Julia Castro e Isabel Escobedo. En varios frentes literarios se ha conglomerado la participación de estos autores, destacando hace unos años el grupo formado en torno al periódico literario Los idus de marzo, del que emergieron poetas como Paul Martínez, Reyna de la Torre y el ya citado Román Villalobos.
Es importante señalar que la licenciatura en Humanidades del Centro Universitario de los Lagos ha sido un indiscutible punto de cohesión para que algunos de estos jóvenes se hayan identificado, no sólo en la formación académica, sino en foros literarios, talleres y publicaciones escolares. A los autores locales se suman aquellos de otras ciudades que arribaron para su formación profesional. De hecho, fue en el CULAGOS donde se editaron dos libros colectivos de poesía que inauguran esta generación: Paso de pieza (con poemas de Román Villalobos, Nancy Cedillo, Paúl Martínez e Isabel Escobedo) y La representación del incendio (con obra de Azazel Herrejón, Aarón Navarro, Juan Antonio Orozco, Paul Carrillo y Ada Martínez), ambos bajo el sello de Editorial Universitaria, dirigida por la maestra Yamile Arrieta. “Mañanas antes de las 10:00” se titula el siguiente poema de Isabel Escobedo, ejemplo de esta literatura renovada que busca nuevos signos para revelarse:

Los he convocado aquí para desayunar…
Pero fíjense que no se va a poder.

Estómagos
que de nada sirven
devuelven todo a pesar de la etiqueta
inexistente.

Estómagos que se inflaman
y te hacen sufrir al comer.

Reunidos como hermanos
miembros de esta mesa
íbamos a comer

Pero fíjense que no se va a poder.[1]

Además de la publicación de estos y otros libros, un aspecto que ha favorecido el impulso de las letras emergentes es el trabajo en colaboración, pues los colectivos de escritores se han convertido en su mejor gestor, impulsando lecturas públicas y ediciones para difundir el trabajo poético y narrativo de autores que antes no tenían espacios de difusión.
Por una parte, destaca Perro negro de la calle, revista electrónica que llegó ya a su número 45, impulsada por la tenacidad del trío conformado por Amaury R. Ledesma, Alfonso Koyoc y Jesús Prado, quienes de manera independiente sostienen el proyecto desde hace ya casi cuatro años, alternando la literatura y las artes plásticas con disciplinas periféricas a la revista, como la danza, el video y la música, entre otras.
Perro negro de la calle ha sumado autores de México y el extranjero, así como locales, entre los que podemos mencionar a J.L. Zúñiga, Samuel Pérez Zermeño, Paul Martínez Facio, Nancy Elizabeth Alcaraz Salazar, Rodrigo Ramírez Murguía, Sergio Medina, Joel Gómez Salas, Fernando Bonilla González, Antonio Alcaraz, Eliza Palacios y la tepatitlanense Anayanci de Alba.
Además, Amaury y Koyoc han impartido talleres de microcuento para niños y producido varios videos y audiocuentos con obra original. Esta jauría se abre a todos los espectros posibles del lenguaje sin contemplación, como lo señalan en uno de sus videos: “Géneros hay muchos, posibilidades todas. Por ejemplo, el fantasma de un arquitecto que retorna siempre a la postal urbana que más amó…”
Amaury es de los pocos narradores laguenses en la actualidad. Cultiva el género de horror, que le ha valido una notable aceptación en publicaciones nacionales y del extranjero. Este es un fragmento del cuento “Donde los poetas pertenecen”:

Risto contempló frente a sus ojos el lugar que todos ahí odiaban y despreciaban; un enorme agujero en el terreno de roca sólida, de unos veinte metros de diámetro. Un abismo tan imponente que a cualquier otro le hubiese hecho templar las piernas presa del vértigo. Ese abismo parecía no tener fondo, la luz incluso se apreciaba tragada por esas profundidades. Se entendía el hecho de que los temerosos nativos no quisieran ni acercarse a aquel lugar, pues con tan sólo ser visto, se accionaba una alerta de peligro y un claro instinto de auto preservación en ellos.[2]

Perro negro de la calle tiene ya una edición impresa llamada “Fundadores” y proyectos de colaboración con colectivos y revistas de diferentes latitudes de Latinoamérica, por lo que son un referente de la literatura al que se le augura un futuro amplio.
Más reciente, pero con actividad constante en la escena literaria local, la poesía ha reunido también al colectivo Elefante blanco. Como ellos lo señalan, “todos y todas provenimos de distintas latitudes, pero hemos sido encontrados por el azar en la ciudad de Lagos de Moreno”. Elefante blanco está integrado por Juan Antonio Orozco, Reyna de la Torre, Sam Peraza, Aarón Navarro, Laura Aguirre, Jorge Cualquiera, Diana Narváez, Andrés Acosta y David Barajas, entre otros, quienes además de la creación literaria asumen un activismo social en la defensa del medio ambiente y los derechos humanos.
Publican un fanzine con el nombre del colectivo, el cual se distribuye en la ciudad, además de una página electrónica en la que pueden disfrutarse textos poéticos, audios y video, tanto de los miembros del colectivo como de colaboradores invitados. Además, reconocen en las redes sociales un instrumento de difusión masiva e inmediata de la palabra escrita. Como muestra, va el siguiente fragmento de “Sin embargo me dices que somos jóvenes”, poema escrito por David Barajas:

alguna vez te dije que llorar es
otra forma de creernos,
el albor de nuestras voces pa(u)sadas,

y en preludio de nuestras sombras escucho
el raquítico graznido del jilguero
que anuncia el relevo
de tu ausencia[3]



o este otro, “Pan tostado”, de Laura Aguirre:

Último mordisco:
Sabe a una mezcla
de felicidad con nostalgia.
Una casa que ya no visito.
Una abuela que casi no escucha.
Unos vecinos que se han mudado.

Ojalá que el pan tostado
nunca se terminara.[4]

Como suele suceder con las generaciones de jóvenes que irrumpen en la literatura, seguramente algunos de estos autores no proseguirán con el tiempo en las letras, pero constituyen, por el momento, la vibración que la palabra en Lagos de Moreno y la región necesitan para mantener esa energía latente desde hace décadas. Me despido, pues, con este fragmento del poema “Volver”, obra de Sam Peraza:

Puedes volver a verme
Podemos incluso volver.
Ser más o menos felices estando más o menos juntos.
Puedes incluso hacerme daño de nuevo, porque sé que lo harás.
Estoy seguro de que puedo volver a amarte.
Dejar todo a tus pies.
Sentir el calor de tus labios y escucharte decir mi nombre en las mañanas.[5]




[1] Escobedo, Isabel et al. (2015) Pieza de paso. Ediciones CULagos. 94 pags.
[2] Ledesma, Amaury R. “Donde los poetas permanecen”. Visto en https://drive.google.com/file/d/1Oz34ZNQtS4OLBpo1a0jUxzlHNwc_3Ppm/view

20.5.20

Padecer la casa

Escena de Parásitos (CJ Entertainment, 2019)

…la casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo.
La casa de Asterión

En este luminoso cuento de Borges, el minotauro describe su laberinto como una casa infinita, en la que impera un destino fatal que debe sobrellevar con temple y sumisión. Su tragedia no está cercada por los muros, sino por la actitud adversa de quienes habitan al exterior y lo han condenado a una soledad sin tregua.
            Lo recordé ahora que encuentro múltiples testimonios de personas que padecen el “encierro” por la pandemia del Covid 19. A diferencia del Asterión borgiano, hay quien se ha alterado en las cuatro paredes de su hogar como si se tratase de una mazmorra y no una casa, con muros infames y un permanente llamado a recuperar su paso en la vía pública, a pesar de los múltiples canales de comunicación que existen con el mundo. Razones hay múltiples, pero en mayor o menor medida es la arquitectura quien incide directamente en esos estados de ánimo vulnerables.
En el presente texto no me referiré a las relaciones interpersonales que mortifican el encierro ni a otras posibles causas, sino a la relación del individuo con esa máquina de vivir llamada casa, especialmente en viviendas ubicadas en zonas urbanas de alta densidad, cuyas condiciones espaciales, estructura y emplazamiento estimulan más la penitencia que el bienestar y más la evasión hacia ventanas artificiales (¿el tik tok será una de estas?) que el confort del espacio mismo. Si bien, una parte de la población posee condiciones necesarias para afrontar la pandemia, hay un sector vulnerable en habitáculos insalubres, apartamentos mal planeados y zonas de riesgo, donde la arquitectura debería ser un agente de tranquilidad y no la sepultura misma.
Varios casos de estos se han expuesto en los medios de comunicación. Uno de los que me han llamado la atención es el de una familia de 12 integrantes, quienes comparten una vivienda infame de pocos metros cuadrados, con un solo baño, camas insuficientes, objetos que se desparraman por todos lados y una ventilación y asoleamiento paupérrimos. El jefe de familia, entre otros adultos de la casa, están desempleados y deben turnarse para satisfacer actividades básicas como la comida o el baño. Además, ninguno de los menores que ahí habitan tienen oportunidad de atender las tareas escolares, pues no hay acceso al internet ni un auxilio adecuado de los adultos. Bajo estas circunstancias, por supuesto que es criminal el “resguardo” en lo que debería ser un hogar y no una amenaza semejante o peor a la proveniente del exterior.  
Casos como este se repiten en diferentes latitudes, aunque se potencializan en entornos urbanos deteriorados o de alta densidad. No sólo en América Latina o Asia, en barracas y favelas, sino también en los brownstones norteamericanos, los apartamentos mínimos de París o los “pisos” españoles, donde el balcón o la azotea son una válvula de escape al confinamiento y lo mismo sirven de tendedero, de gimansio, comedor, estudio musical o paño de lágrimas.
Aunque el fenómeno de la vivienda marginal no es novedad en la historia de las sociedades, es evidente que fenómenos como el que hoy vivimos la exhiben y la colocan como un problema vigente. Algo que nos han mostrado largometrajes como el celebrado Parásitos, es el papel aniquilador que puede tener la arquitectura en el ser humano, sobre todo a partir de las diferencias entre el poder y la sumisión, entre la luz y la indiferencia. Es un hecho que la demanda de vivienda no se detiene, por el contrario: en la actualidad es un tema fundamental en las políticas públicas. En la pirámide social, la población económicamente limitada es quien exige mayor demanda de vivienda y, al mismo tiempo, quien posee menor capacidad de acceso a la misma, por lo que la oferta en el mercado tiende a desplazar calidad por cantidad y las propuestas de vivienda social procuran ahorro de recursos a toda costa.
Un ejemplo evidente es la reducción gradual de los espacios mínimos en la arquitectura. Hacia 1932 los arquitectos mexicanos Juan Legarreta y Justino Fernández plantearon un modelo vivienda social para obreros con una superficie construida de 54 metros cuadrados (lo cual ya era agobiante) para una familia de seis integrantes[1]; sin embargo, al paso de las décadas estas medidas se han reducido paulatinamente debido a la explosión demográfica, al valor del suelo urbano y al mercantilismo de la vivienda. Ahora se ofertan unidades habitacionales de 60 metros cuadrados y 45 construidos (no sólo plurifamiliares, sino unifamiliares), con créditos sin más interés que el pago del interés. Podría, incluso, salvaguardarse la calidad de vida con dicha estrechez dimensional si no hubiera también malos diseños, materiales de baja calidad y transformaciones irresponsables que violentan la habitabilidad de las viviendas.
En México tenemos un competente aparato de normatividad para el hábitat, partiendo de la Ley General de Asentamientos Humanos, Ordenamiento Territorial y Desarrollo Urbano, pasando por todas las leyes, códigos y reglamentos estatales y municipales. Como siempre: reglas no faltan. El problema de la inhabitabilidad de miles de viviendas radica en la ejecución, regulación e incumplimiento de dicha normatividad. Y no se responsabilice sólo a autoridades e instituciones públicas, sino también a promotores de vivienda, profesionales del urbanismo, la arquitectura, la construcción y, por supuesto, los mismos particulares.
Al ordenamiento territorial y, en concreto, a la arquitectura habitacional de densidad alta, deben garantizársele condiciones básicas: superficies mínimas de construcción, espacios abiertos, áreas jardinadas, superficies mínimas de vanos para ventilación natural y asoleamiento, así como un efectivo aprovechamiento de los recursos naturales y ahorro de energía.
Sin embargo, la ciudad mexicana se ensancha permanentemente y otorga toda su dignidad a las zonas habitacionales de mayor plusvalía y capital, dejando al amparo sus antiguos barrios y colonias, su periferia y la re-población de los centros históricos. Por otro lado, los nuevos “desarrollos” de vivienda social se han regado hacia los descampados, pero no con la fortuna de los deslumbrantes suburb americanos, sino como vecindades horizontales ausentes de equipamientos, que tarde o temprano terminan al menos en uno de tres escenarios: sobrepobladas, abandonadas o deterioradas por los vicios ocultos del constructor.
            En este escenario pesimista, la función social del urbanista y del arquitecto es urgente. Las aportaciones técnicas y el servicio que pueda lograrse desde los despachos privados, la academia, los colegios de profesionistas y las cámaras de la construcción son un campo fértil para atender las exigencias de la arquitectura habitacional. No basta con diseñar o construir, sino generar proyectos de intervención en la vivienda de alta densidad ya existente para dignificarla, independientemente de su origen, dimensiones o sistemas constructivos. Si una familia ha de vivir en 60 metros cuadrados, que  su estancia se libere de pesadumbres derivados de los espacios y las instalaciones. Que, sobre todo, sea también respetuosa de la buena arquitectura y no la altere, que se forme en una nueva cultura de convivencia con el espacio privado y el entorno urbano, donde caben la naturación, la sustentabilidad, las actividades recreativas y la responsabilidad social.
Recordemos que la casa es el mundo interior, la esfera íntima del individuo y su resguardo, como lo fue también del minotauro. La casa no debe “padecerse”, sino gozarse. Esta pandemia promete (¿será?) cambiar no sólo ciertos hábitos de vida en el hogar, sino el concepto de espacio arquitectónico que requerimos para humanizar la habitación, la cocina, el patio y cada uno de esos reductos en los que se mueve nuestra cotidianidad. Nuestra casa debe ser resiliente, proveedora de salud y bienestar, para no tener la necesidad de salir al balcón a tocar el sax a los vecinos, ni asomarnos desde ventanas virtuales en búsqueda de un aplauso para enmascarar las aflicciones.


Dante Alejandro Velázquez

4.5.20

Última rola de Lalo Tex



Para quien tuvo oportunidad de escuchar en vivo a Tex Tex, sabrá que sus toquines no eran un “concierto”, sino una fiesta en la que el rock era puro goce, sin la fantochez del rockstar o la frivolidad farandulera de muchas bandas. Uno de los más divertidos que viví allá por los noventa fue en la antigua plaza de toros San Marcos, de Aguascalientes, cuando Lalo Tex alentó al público a saltar al ruedo gritando: “¡el que no baile es hijo de Raúl Velasco!” y entonces se armó la euforia. Ahí mismo confesó que su mamá no le auguraba éxito en el rock, porque los rockeros eran guapos, flacos, altos y güeros, mientras que él era feo, gordo, chaparro y prieto.
Esta rola, “Te vas a acordar de mí”, siempre me gustó para intro de algo. Y lo iba a ser en 2007, cuando preparaba con el Negro Guerrero un programa en Radio UdG Lagos que se llamaría “El zaguán”, pero me vine a la ribera Chapala y él a Guadalajara (una especie de mini-diáspora jalisquilla), así que el proyecto quedó trunco como muchos de los que hago. De todos modos no me quedaré con ganas de utilizarla en algún momento.
Ahora veo con cariño este último video en vida de Lalo Tex, “el muñeco mayor” o “el Justin Bieber del rock nacional”, como se decía jocosamente a pesar de su “felleza”. Fue grabado en enero de 2016, en Chimalhuacán, a unas horas de su lamentable muerte.
El video es simbólico. Lalo ya no toca la guitarra sino su hijo, canta sentado y evita los grititos agudos porque se siente evidentemente enfermo. No imaginaba que al abandonar ese último concierto lo haría con la más popular de sus rolas y recibiendo el aplauso de sus coterráneos. Se despide tras un grupo de niños sentados al filo del escenario, unos escuchando y otro con la mirada baja, hacia el celular, como si nada alrededor importara. Pero le importará algún día.

26.4.20

Los mejores 50 poetas jóvenes de México



Hace casi dos años falleció el llamado granfather del rap, Jalal Mansar Nuriddin, quien fuera miembro de The Last Poets y empuñara el rap como un arma incendiaria en la década de los ochenta. Había nacido en Brooklin en 1944 y fue uno de los pioneros del gansta rap. Se destacó por ser consecuente entre sus letras y su forma de vida, pues criticó permanentemente a los raperos dorados, esos que contradicen la realidad de sus letras con una vida superficial de riquezas y colguijes brillantes, los cuales son imitados por juventudes enteras en todo el mundo. Jalal mantuvo la idea de que todo mundo es capaz de embestir al status quo con la palabra y depositaba su lucha en la poesía, de ahí que sea un  personaje de culto, incluso entre los jóvenes millennials de su país.
Samael Espíndola (Torreón, Coahuila, 1972) es un poeta y ensayista mexicano que siempre ha admirado la obra de Jalal, al grado de considerarlo un músico-poeta superior a Bob Dylan o a Leonard Cohen. Fue su afición quien lo llevó a escribir el Ideario gansta rap, publicado por Ediciones Plasma en 2013. Esta pequeña plaqueta, de escaso tiraje, circuló de mano en mano en la comarca lagunera y llegó a algunos críticos de la capital del país como una rareza que con suerte se puede encontrar en el Chopo o en algún botadero de ediciones independientes.
Espíndola es referencia entre los autores de su edad, pues el vigor de su obra y los riesgos que toma como crítico de la poesía le han dado un prestigio relativo en el norte del país y en los foros literarios donde suele participar. Sin embargo, hace tiempo dejó de ser una “promesa” de la poesía y es consciente de que poco a poco se va diluyendo lo que escribe, junto con otros de su generación, frente a la oleada de escritores frescos que emergen día a día en todo México y se posicionan de los más novedosos canales y soportes de lectura que ofrecen el internet y sus publicaciones digitales, como una avalancha ante los tradicionales formatos de la poesía, como el libro o las revistas impresas.
Para atenuar su declive y al mismo tiempo reivindicarse frente a esa nueva generación, Samael se dio a la tarea de reunir una lista de los mejores cincuenta poetas jóvenes del país nacidos entre 1989 y 1999, en un libro que ha titulado Los últimos poetas mexicanos, en alusión al grupo de Jalal Mansar Nuruddin y a quienes fueron los postreros hijos del anterior milenio.
La selección de Espíndola no sólo fue rigurosa, sino que se propuso recorrer varios estados previamente para conocer en persona a decenas de autores y sus obras, comparar libros, revistas, ediciones virtuales y atender un aparato crítico que le dio argumentos para discriminar y acotar su selección. Entre sus “antologados” hay algunos de sobra conocidos y otros que aún permanecen en la sombra, entre los que (para sorpresa de muchos) no figuran Vladimir Sánchez, Eliberto Maldonado o Ixchel Meléndez, a quienes considera sobrevalorados por pequeños grupos “gansteriles” de la literatura, como él les llama.

Esos cotos de poder lanzan a un poeta como si fuera l´enfant terrible de una generación y lo promueven igual que a un producto de abarrotes, en cuanta oportunidad hay de malbaratar sus poemas, con la certeza de que en poco tiempo terminará consumiéndose igual que un papel higiénico o un envase de refresco, lo cual no garantiza un futuro vigoroso para la poesía mexicana.[1]

Para algunos círculos de escritores, la selección carece de rigor académico y no garantiza una posición estricta. Hay quienes la califican de trunca, insulsa y hasta boba. Consideran que es absurdo clasificar a los autores tempranamente con términos como “los mejores”, “destacados” y una serie de adjetivos dañinos para el tejido literario del país. La selección se convierte en una patraña que induce a jerarquizar y estimular la segregación de otros autores, especialmente aquellos que no se interesan en adherirse a los grupos de poder cultural o que no habitan en urbes como como la Ciudad de México, Guadalajara o Tijuana, donde, dicho sea de paso, no necesariamente están esos “mejores” poetas. Es, finalmente, al gusto de un solo individuo.
Para otros autores, como el conocido crítico Raymundo Flores, es un canon digno de leerse “ahora que la poesía adolece de insuficiencia respiratoria”[2], pues fue elaborado desde la perspectiva de un autor sin intereses políticos y con plena libertad. Se sostiene, dice, con los mejores ingredientes de la poesía: la creatividad y la energía. “Voces contundentes emergen en la periferia, donde antes sólo había piedras”, escribe Librado de la Peña, quien también defiende la selección de Espíndola por considerarla incluyente y una cartografía que ilustra lo que sucede en el país:

El antologador hace un esfuerzo por reivindicar al poeta aislado en la soledad de su tierra. Es por ello que encuentra uno sorpresas como la obra de Violeta Tournecanto o de Ramiro José, quienes representan una potente lírica desde Campeche y Durango, respectivamente. Dichos estados eran enviados tradicionalmente a la segunda división por los dueños de la verdad literaria.[3]

A pesar de su precaria distribución y al margen de las opiniones que suscita entre defensores y adversarios, el libro ha comenzado a popularizarse vertiginosamente entre la comunidad literaria. La lista de 50 autores que Espíndola determinó puede ejercer influencia en la forma de entender la poesía mexicana actual, pues al menos intenta ampliar el panorama hasta hoy conocido, con un intenso deseo de sacudir el mundo, como lo haría Jalal Mansar Nuriddin. Entre esos 50 poetas que aparecen se encuentran los siguientes: Mar33 s405 09ñkgm¨. ‘gg948 34$=)f er-{.h 3# …&dh)(/& (&%) (%&  09’808(&&$”” ¡)&$#



(Ah, cabrón, se me dañó el archivo) 



[1] Margules, Antolín (2020). “Entrevista a Samael Espíndola”. Revista de la Universidad de la Vida. Tomo II. No. 4. Pags. 27-31.
[2] Comentario que hizo en una charla telefónica, con lo cual, afortunadamente me evita utilizar la norma APA.
[3] De la Peña, Librado (2020). Yea. Editorial Bronco. Pag. 58.

19.4.20

El gran poeta



Decían que Ataúd (en la casa, en el barrio) era un buenazo para los versos desde chiquillo, porque se aprendía de memoria cuanto poema le endilgaba el calendario cívico y los maestros lo trepaban a declamar en los festivales de la escuela como un acto obligado. Se lucía con sendos poemas a la bandera, a la madre, al día de árbol o a Benito Juárez, según fuera el caso, con la maestría de un Manuel Bernal posmoderno y la ovación de sus compañeritos. Luego replicaba sus triunfos en las fiestas familiares, recibiendo el aplauso de las tías cotorras y del abuelo Samy.
Comenzaron a llamarle poeta y era referencia en el barrio cuando la gente decía “ahí viene el poeta” o los vecinos decían a su hijos: “júntate con ese niño, que es un artista”.
Eso le agradaba, sin embargo faltaba un engrane para hacerle honor al título: escribir la poesía, no sólo recitarla. Así que en un cuaderno de balances que le robó a Samy comenzó a derramar textos de puño y letra pensando ser, algún día, igual a Bécquer o a su Benedetti. Como un loco, un desquiciado, pasaba horas frente al cuaderno, en el cual cayeron infinidad de liras, sonetos, madrigales y caligramas; robustas odas y uno que otro haikú. Por las tardes, en lugar de mirar la televisión, se encerraba en su cuarto y le daba tremendos revolcones a la musa, llenando planas y planas con poemas de amor o canciones que se parecieran lo más posible a los de Lorca. Con ellos pudo conquistar a más de dos amigas, ya en la adolescencia, quienes caían rendidas después de leer las aromáticas cartas que les metía de contrabando en la mochila.
Cuando cursaba la preparatoria, su maestro de español le sugirió que entrara al taller literario de Carlos Antonio de Castro Valenciana, un escritor del Pen Club, quien tenía fama de excelente tallerista y poeta. El tipo escribía una columna crítica en la Ciudad de México, fue ganador de varios juegos florales y dicen que estuvo a punto de llevarse el Aguascalientes una vez, pero el jurado ya tenía el premio en reserva para un ahijado político de Octavio Paz.  
Por supuesto que Carlos Antonio de Castro Valenciana leyó algunas páginas del libro de balances que Ataúd llevó al taller y lo tachó de cursi, anacrónico y otras cosas más. Ese día Ataúd quemó su obra literaria con la rabia de un Nerón y decidió tomar venganza, así que le entró como fiera a la tallereada, escribiendo lo más novedoso del mundillo literario y comprando y leyendo cuanta revista alternativa aparecía, como La zorra vuelve al gallinero o Mandrágora. Cambió a Benedetti por Nicanor Parra y a Bécquer por Gamoneda, tratando de descifrar su técnica hasta que, meses más tarde, recibió por fin un visto bueno de Carlos Antonio de Castro Valenciana, quien, con un guiño inapelable le dijo “felicidades, Ataúd, este es un poema rescatable, que no le pide nada a los de Efraín Bartolomé”.
Para entonces, Ataúd ya había formado amistad y alianza con Vallecillo, Rafaello y otros compañeros del taller, con quienes fundó la revista Trufanía, la cual reproducían con copias fotostáticas y repartían entre conocidos y asociaciones literarias de la ciudad. Hacían múltiples lecturas en el Bar Caetano, leyendo a media luz con una cerveza y un cigarro entre los dedos, haciéndose los malditos, los hijos de la oscuridad. Nomás se miraban los poemas salir como demonios entre cada fumarola. Fue en una de esas noches que leyó por vez primera su poema Clarividencia de licántropos, con el que cautivó al subterráneo público asistente.
Tanta soltura permitió al pequeño grupo de amigos deshacerse de Carlos Antonio de Castro Valenciana, a quien consideraron de un día para otro un estorbo que no entendía la rabia de la poesía disidente. Sus ideas anticuadas ya no satisfacían el ímpetu rebelde de los muchachos. Entonces se llamaron “La Soberana Trufanía” y emitieron una proclama sobre el camino que debía seguir la poesía del siglo XXI, lo cual fue motivo de burla en grupos adversos. Envidias, pues.
Como siempre sucede, Trufanía terminó en dimes y diretes, así que cada quien tomó su camino por el mundo, excepto Rafaello, el cual optó por la fiesta y años más tarde falleció en la banqueta del Cañón Rojo, víctima del placer etílico.
Hoy, el gran poeta Ataúd es un iluminado que se ha forjado a base de picar piedra en el mainstrem y el trend topic del mundo literario. Asiste a los posibles círculos poéticos que se desbordan por la ciudad y en facebook se agrega a cuanto grupo literario aparece, enviando comentarios, memes y periquetes con harto humor e inteligencia cósmica. Entre ellos, abrió uno personal de nombre Poética y sentimiento, en el que ha publicado hasta poemas de Jean-Yves Masson. Sus acertados aforismos y chascarrillos críticos sobre las noticias culturales del día, serpentean con gracia por la red, sumando hasta trescientos likes y retuits al día, así como ofertas para publicar poemas visuales en ciertos blogs, revistas electrónicas y pasquines. Asiste a presentaciones literarias, seminarios y coloquios (sentado en primera fila, por supuesto), donde se hace de libros y amigos “interesantes”, además de leer, si se presta la ocasión, su legendario poema Clarividencia de licántropos, aplaudido cientos de veces por la concurrencia.
 En los concursos de poetas irreverentes llega a las finales y tiene selfies con medio mundo, incluidos los inevitables Hugo Gutiérrez Vega, Eduardo Lizalde, Raúl Bañuelos y Fernando del Paso. A veces asiste a talleres de creación y se codea con el Círculo de Críticos y Periodistas Independientes. No cualquiera.
Ataúd, el gran poeta, pronto cumplirá cincuenta y cinco años y piensa celebrarlo con una magnífica idea: reunir diez poemas (sin faltar Clarividencia de licántropos) y publicar su primera plaqueta.


(Crédito de la fotografía: Bar Malasaña. Diario El País)

30.3.20

Sutra del vagón, de Román Villalobos


Fotografía: Record. Imagen de Chiapas

Además de complejas, las migraciones contemporáneas son dolorosas cuando se abandona la tierra por sobrevivencia ante condiciones económicas, políticas o sociales de alto riesgo. En el caso de Latinoamérica, las largas caminatas hacia el norte o el exilio en trenes, carreteras, cruce de fronteras y desiertos son tan dramáticos como un cayuco repleto de norafricanos en el oleaje del Mediterráneo.
La poesía se suma como testimonio de este fenómeno humano y cuenta ya con obras relevantes en las que denuncia sin reserva el peso y el costo del exilio en los individuos; entre estas, mencionemos tan solo dos: Europa aplaude, de José de María Romero Barea y El libro centroamericano de los muertos, de Balam Rodrigo.
En esta línea temática surge Sutra del vagón, libro de Román Villalobos que sube a este vagón testimonial la desgracia de las migraciones diarias desde Latinoamérica hacia Estados Unidos. Aquí el poema se reconoce como un sutra oriental, del que habrán de emerger luces, pero no en la certeza, sino en las dudas de quien padece el viaje y las angustias al no encontrar una anhelada prosperidad.
El libro está dividido en tres partes. La primera de ellas, “Pareados”, está escrita desde el origen: el pueblo donde se ha nacido, la familia, la madre y los hijos que se desprenden hacia un futuro incierto, como si se expulsara un objeto cualquiera del paisaje íntimo. Porque ahí, en la propia tierra, radica la causa del viaje y el incierto andar hacia el norte. El Porvenir de Honduras –que bien puede ser cualquier Porvenir mundano de Latinoamérica–  lleva en el nombre la penitencia de un futuro desolado y expulsa a sus hijos en un duelo que se prolonga y no termina en la distancia.
La soledad y el abandono se llevan inscritos en los poemas, donde los protagonistas encadenan inevitablemente la nostalgia y las ataduras de la familia a los contratiempos del exilio: Tú decides: me iré para mejorar mi vida y la de los míos / en el camino todo te sobrevive / ¿qué es esta mano que no da sombra en que te conviertes?
La segunda parte, “El sonido de dos metales al tocarse”, está recreada desde el destino, ya sea una luminosa ciudad estadounidense a la que se arriba y que poco a poco va perdiendo el esplendor anhelado o aquella en la que el accidente nos abandona y el viaje se trunca. En ambas, el peso de la decepción es igual, pues la discriminación, los abusos y la pobreza siguen latentes. El sino es ensangrentado y sólo se aspira volver a la tierra o sepultarla en la nueva vida, como lo señala este pasaje desde la frontera: Creo que me quedé en alguna parte de la vía, / que no sé si soy yo el que vive o se recuerda, / pero no se lo digas a nadie, / no importa. / Tú diles que estoy llegando a donde quiero.
En esa odisea, parece que el “migrante” nunca deja de serlo. Es su sino. Y la esperanza es aplazable todo el tiempo, aún con la muerte, pues tampoco deja de migrar si no se ha vuelto al origen y sus cadenas son enormes.
Finalmente, en “Testarazo”, la tercera parte del libro, el poema es un registro escrito desde el tránsito, con aquellos que pisan fugazmente o por una breve temporada una estación cualquiera (Lagos de Moreno, que tampoco es cualquiera), en la que todo y nada sucede porque sólo es temporal y el migrante arriba saturado de complejidades que recogió a cada paso o en el lomo del vagón. Porque uno se ancla en el camino y ya no tiene nombre, / se convierte en pies puros, en materia / de puro caminar… asume el individuo, quien siempre se reconoce ajeno y sin identidad hacia los sitios que va cruzando y lo reciben con indiferencia u hostilidad.
La pertinencia de Sutra del vagón radica en lo oportuno del tema y el discurso poético equilibrado con el que se escribió, pues Villalobos enuncia, sin sentenciar, las adversidades que día con día se viven en los exilios obligados, tanto en colectividad como en la intimidad de quien los experimenta. Por eso hay que leer (y disfrutar) este libro.

Post data: Se puede seguir la huella de Román Villalobos en sus poemarios Pequeña ciudad eléctrica (2016), Si el mundo no se acaba lo termino yo (2018), Final del rey (2018) y john lurie: outside forever (2018), además de otros libros colectivos y antologías en los que aparece.
           
*Villalobos, Román (2019). Sutra del vagón. Universidad de Guadalajara, Centro Universitario de los Lagos. Lagos de Moreno, Jalisco. 86 Pags. ISBN 978-607-547-611-7.

9.2.20

Rico, Lésper y la fragilidad de lo conceptual.

“Nimble and sinister tricks”, de Gabriel Rico


Este fin de semana fue álgido para la opinión pública de la comunidad artística en México, debido a un incidente de la feria Zona Maco, pues las autoridades de la Galería OMR acusaron a Avelina Lésper de destruir la obra “Nimble and sinister tricks” (algo así como “trucos ágiles y siniestros”), de Gabriel Rico, la cual se colapsó en las narices de la célebre crítica de arte y de una multitud de espectadores presentes.
Inmediatamente y en consecuencia, los medios de comunicación y las redes sociales soltaron al león. Se desató una marea de opiniones, juicios y condenas  mediante sendos memes, tuitazos e ingeniosos comentarios, acusando dos bandos irreconciliables que terminaron por sentenciar: quienes definen a Lésper como “pesudocrítica” y quienes definen a Gabriel Rico como “pseudoartista”.
Siguiendo la marejada, me sumé con un comentario en Facebook, pero después recapacité y lo eliminé, pues me asaltaron tres dudas: una, si Avelina actuó de manera criminal y malévola; dos, si la obra realmente se sostendría por mucho tiempo; y tres, si realmente en OMR estaban “tristes”, como lo indicó uno de sus comunicados.
En relación con lo primero, la misma Lésper aclaró que ni siquiera tocó la pieza. A pesar de su apariencia beligerante, dudo que haya sido su intención ver en añicos el cristal y los objetos de la obra, o si lo pensó, no buscaría ser el conducto del colapso. A pesar de su personalidad protagonista y controversial, Lésper se ha colocado en un ala de la crítica que más de una vez ha puesto en evidencia la charlatanería con que se mueve el mercado del arte y los “artistas” en búsqueda de fama o de capital, motivo por el que se ha hecho un ejército de fans y otro de detractores. En lo personal, me asumo dentro de los primeros.
            Por otra parte, y sin considerar aspectos estéticos, plásticos o conceptuales, al ver la composición de la pieza es evidente que terminaría en el suelo, debido a su fragilidad estructural. Me extraña eso, pues Gabriel Rico (quien hasta el momento no se ha manifestado sobre lo sucedido) tiene formación como arquitecto y en otras ocasiones ha presentado piezas con un cuidado del equilibrio y la resistencia de los materiales.
Rico es un artista nacido en Lagos de Moreno (1980) con una trayectoria ascendente en el campo del arte, con exposiciones en el país y el extranjero a lo largo de quince años, que lo llevaron en el 2019 a ser invitado a la 58 edición de la Bienal de Venecia. Lo conocí siendo un niño, pues mi familia vivía al lado de la suya en los años ochenta. A ellos les guardo un entrañable respeto. Su madre, Lourdes Jiménez (quien lamentablemente falleció hace unos años) fue una entusiasta autora de poesía infantil, con quien tuve el placer de compartir mis primeros azotes en la literatura a inicios de los noventa. En aquel entonces, su padre, Emigdio, tuvo la generosidad de ilustrar el primer número de nuestra humilde revista Cuadernos del Tlacuache, con unas simpáticas viñetas en tinta china que recrearon visualmente no sólo ese primer número, sino nuestra primera época de talleristas.
A Gabriel le perdí la pista, hasta que vi una de sus exposiciones en Guadalajara, siendo él egresado de arquitectura y artista en ciernes. Era una colectiva de nombre Tree Friends, instalada en un piso de Chapultepec, que me pareció regular. Luego vi otra con mayor madurez, de nombre Superposición, en el Museo de la Ciudad, allá por el 2014. Finalmente, le perdí la pista otra vez hasta el incidente de este fin de semana.
Algunas obras de Gabriel constituyen una transegresión al status quo del discurso artístico y buscan redimir, mediante los materiales, la escición entre naturaleza y el orden social. Como señala su página personal: “sus instalaciones combinan irónica y poéticamente formas naturales y antinaturales, insistiendo en una contemplación necesaria de su asimetría, así como de nuestros propios defectos culturales y políticos”. Bajo esta línea de trabajo ha logrado en los últimos años prestigio entre coleccionistas y galerías de México y el extranjero.
Sin embargo, “Nimble and sinister tricks” es (era) una obra que más allá del discurso carece de proyección y empatía. Es una relación de objetos insignificante, desarticulada incluso en el orden conceptual, pues en el arte conceptual también la materia que lo constituye (y no sólo el discurso) debe representarse como un todo o una suma de conexiones lógicas. Además, debe tener una capacidad de resilencia que en este caso fue nula: la estructura fue insuficiente por sí misma, fue insuficiente para el espacio que la contenía, para un espectador en movimiento y para el tiempo que duraría su exposición. Considero que tasar en 20,000 dólares la obra es excesivo y es evidente que los criterios del mercado artístico se juegan intereses distintos al valor real del arte.  
Por otra parte, para quienes acusan a Avelina Lésper de reaccionaria, me parece que nada hay más reaccionario en este periodo de la humanidad que mantener una incontinencia mercantil en el arte, la cual ha permitido abusos y absurdos en galerías y museos, escuelas de enseñanza, instituciones públicas y colecciones privadas.
Seguramente, este día Gabriel Rico ha multiplicado (sin esperarlo) sus bonos como artista, lo cual favorecerá su posición en los círculos artísticos del país y del extranjero. Por su parte, la tristeza de OMR no es sino una oportunidad para colocarse como una galería con una proyección positiva. Quien seguirá igual es Avelina Lésper, aunque probablemente tendrá que comprar un vidrio de seis metros cuadrados, una pluma, un palo, una piedra y un balón, materiales cuya fragilidad no es menor a cuanto acabo de escribir.