19.4.20

El gran poeta



Decían que Ataúd (en la casa, en el barrio) era un buenazo para los versos desde chiquillo, porque se aprendía de memoria cuanto poema le endilgaba el calendario cívico y los maestros lo trepaban a declamar en los festivales de la escuela como un acto obligado. Se lucía con sendos poemas a la bandera, a la madre, al día de árbol o a Benito Juárez, según fuera el caso, con la maestría de un Manuel Bernal posmoderno y la ovación de sus compañeritos. Luego replicaba sus triunfos en las fiestas familiares, recibiendo el aplauso de las tías cotorras y del abuelo Samy.
Comenzaron a llamarle poeta y era referencia en el barrio cuando la gente decía “ahí viene el poeta” o los vecinos decían a su hijos: “júntate con ese niño, que es un artista”.
Eso le agradaba, sin embargo faltaba un engrane para hacerle honor al título: escribir la poesía, no sólo recitarla. Así que en un cuaderno de balances que le robó a Samy comenzó a derramar textos de puño y letra pensando ser, algún día, igual a Bécquer o a su Benedetti. Como un loco, un desquiciado, pasaba horas frente al cuaderno, en el cual cayeron infinidad de liras, sonetos, madrigales y caligramas; robustas odas y uno que otro haikú. Por las tardes, en lugar de mirar la televisión, se encerraba en su cuarto y le daba tremendos revolcones a la musa, llenando planas y planas con poemas de amor o canciones que se parecieran lo más posible a los de Lorca. Con ellos pudo conquistar a más de dos amigas, ya en la adolescencia, quienes caían rendidas después de leer las aromáticas cartas que les metía de contrabando en la mochila.
Cuando cursaba la preparatoria, su maestro de español le sugirió que entrara al taller literario de Carlos Antonio de Castro Valenciana, un escritor del Pen Club, quien tenía fama de excelente tallerista y poeta. El tipo escribía una columna crítica en la Ciudad de México, fue ganador de varios juegos florales y dicen que estuvo a punto de llevarse el Aguascalientes una vez, pero el jurado ya tenía el premio en reserva para un ahijado político de Octavio Paz.  
Por supuesto que Carlos Antonio de Castro Valenciana leyó algunas páginas del libro de balances que Ataúd llevó al taller y lo tachó de cursi, anacrónico y otras cosas más. Ese día Ataúd quemó su obra literaria con la rabia de un Nerón y decidió tomar venganza, así que le entró como fiera a la tallereada, escribiendo lo más novedoso del mundillo literario y comprando y leyendo cuanta revista alternativa aparecía, como La zorra vuelve al gallinero o Mandrágora. Cambió a Benedetti por Nicanor Parra y a Bécquer por Gamoneda, tratando de descifrar su técnica hasta que, meses más tarde, recibió por fin un visto bueno de Carlos Antonio de Castro Valenciana, quien, con un guiño inapelable le dijo “felicidades, Ataúd, este es un poema rescatable, que no le pide nada a los de Efraín Bartolomé”.
Para entonces, Ataúd ya había formado amistad y alianza con Vallecillo, Rafaello y otros compañeros del taller, con quienes fundó la revista Trufanía, la cual reproducían con copias fotostáticas y repartían entre conocidos y asociaciones literarias de la ciudad. Hacían múltiples lecturas en el Bar Caetano, leyendo a media luz con una cerveza y un cigarro entre los dedos, haciéndose los malditos, los hijos de la oscuridad. Nomás se miraban los poemas salir como demonios entre cada fumarola. Fue en una de esas noches que leyó por vez primera su poema Clarividencia de licántropos, con el que cautivó al subterráneo público asistente.
Tanta soltura permitió al pequeño grupo de amigos deshacerse de Carlos Antonio de Castro Valenciana, a quien consideraron de un día para otro un estorbo que no entendía la rabia de la poesía disidente. Sus ideas anticuadas ya no satisfacían el ímpetu rebelde de los muchachos. Entonces se llamaron “La Soberana Trufanía” y emitieron una proclama sobre el camino que debía seguir la poesía del siglo XXI, lo cual fue motivo de burla en grupos adversos. Envidias, pues.
Como siempre sucede, Trufanía terminó en dimes y diretes, así que cada quien tomó su camino por el mundo, excepto Rafaello, el cual optó por la fiesta y años más tarde falleció en la banqueta del Cañón Rojo, víctima del placer etílico.
Hoy, el gran poeta Ataúd es un iluminado que se ha forjado a base de picar piedra en el mainstrem y el trend topic del mundo literario. Asiste a los posibles círculos poéticos que se desbordan por la ciudad y en facebook se agrega a cuanto grupo literario aparece, enviando comentarios, memes y periquetes con harto humor e inteligencia cósmica. Entre ellos, abrió uno personal de nombre Poética y sentimiento, en el que ha publicado hasta poemas de Jean-Yves Masson. Sus acertados aforismos y chascarrillos críticos sobre las noticias culturales del día, serpentean con gracia por la red, sumando hasta trescientos likes y retuits al día, así como ofertas para publicar poemas visuales en ciertos blogs, revistas electrónicas y pasquines. Asiste a presentaciones literarias, seminarios y coloquios (sentado en primera fila, por supuesto), donde se hace de libros y amigos “interesantes”, además de leer, si se presta la ocasión, su legendario poema Clarividencia de licántropos, aplaudido cientos de veces por la concurrencia.
 En los concursos de poetas irreverentes llega a las finales y tiene selfies con medio mundo, incluidos los inevitables Hugo Gutiérrez Vega, Eduardo Lizalde, Raúl Bañuelos y Fernando del Paso. A veces asiste a talleres de creación y se codea con el Círculo de Críticos y Periodistas Independientes. No cualquiera.
Ataúd, el gran poeta, pronto cumplirá cincuenta y cinco años y piensa celebrarlo con una magnífica idea: reunir diez poemas (sin faltar Clarividencia de licántropos) y publicar su primera plaqueta.


(Crédito de la fotografía: Bar Malasaña. Diario El País)

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