Hay
sitios con espíritu que se quedan guardados en los sentidos y eventualmente regresan
para atemperar la memoria. Son ciudades, valles, caminos o cielos a los que se
podría volver una y otra vez con entusiasmo. Tal experiencia me sucedió al
visitar Ciudad Rodrigo, ese día de agosto.
A las nueve salí de Salamanca en un autocar de la compañía
El Pilar, que hace viajes regulares durante todo el día. Para llegar a Ciudad
Rodrigo hay que recorrer 86 kilómetros hasta casi topar con la frontera de
Portugal. El paisaje de Castilla y León es húmedo durante el verano y mantiene
embobados a los extraños como yo, con sus pequeñas estancias y ermitas de piedra
en el silencio de la planicie; con los abrevaderos de ganado, las lonjas y las casas
de cal y canto dormidas en el camino. Andando por acá en nada se extrañan los
llanos de Jalisco y sus cielos impecables.
En el trayecto sólo hay un poblado de consideración,
llamado Sancti Spíritus, que me recordó la ciudad cubana del mismo nombre. No
creí que pasara de los mil habitantes, pues su perfil en el paisaje es muy
modesto. Más adelante, un letrero anunciaba Ciudad Rodrigo y una amplia calzada
de acceso nos recibió con dos monumentos: una aplanadora de vapor a mitad del
camellón, y las Tres Columnas dóricas, que son símbolo de la municipalidad y
fueron construidas durante el imperio romano quién sabe para qué.
Ciudad Rodrigo cuenta con
una población de 15 mil habitantes. Tiene su origen en asentamientos desde la
edad de bronce y debe su nombre a un conde llamado Rodrigo que habitó estos
rumbos hacia el siglo VI. Su traza actual data del siglo XII, cuando Fernando
II erigió la catedral y construyó un baluarte defensivo contra musulmanes y
lusitanos, pues quería ponerlos en su lugar. Con el tiempo consolidó su imagen
de centro amurallado, con iglesias y palacios románicos, góticos y barrocos,
generando un conjunto histórico de gran valor arquitectónico que hoy recibe
visitantes de toda la península.
Al desbordarse de la muralla,
Ciudad Rodrigo creció en la parte baja, donde hoy se establecen el comercio,
los servicios y nuevos bloques de vivienda. La central de autobuses está a unos
metros de la muralla, así que en cuanto bajé del autocar subí por una calle de
nombre Yurramendi, la cual cruza el foso y llega a una de las puertas de la
ciudad. “Estoy entrando a la edad media”, me dije con entusiasmo.
Llegué a la Plaza Mayor, una
explanada larga rodeada de edificios que
se doraban con el sol de la mañana. Parecía una feria, con toldos y vagonetas por
todos lados, además de una muchedumbre policromática y un equipo de sonido
tocando “tengo la camisa negra, porque negra tengo el alma…”. Se trataba de
ciclistas a punto de iniciar una etapa de la Vuelta a Castilla y León, quienes
se estaban preparando para tomar la carretera entre un mar de técnicos,
seguidores y periodistas.
En uno de los rincones de la
plaza se encontraba un edificio chato con una amplia arcada y una gran pilastra:
el Ayuntamiento. Ahí me metí a pedir información sobre el lugar.
Lamentablemente, por ser fin de semana estaban sólo un guardia y una secretaria
que parecía principiante, la cual me pidió unos datos para entregarme un mapa
turístico.
–¿De dónde nos visita? –Preguntó.
–De México –contesté.
–¡Ándale, ándale! –Dijo el
guardia haciéndose el gracioso.
Por supuesto, mi orgullo no
permite que se asocie a todo mexicano con Speedy González. Es como si todos los
españoles fueran un Joselito. Así que agradecí a la secretaria y me retiré sin
festejar la payasada del guardia. Además, ya era momento de conocer la catedral,
una escala obligada en cualquier ciudad ibérica.
En contraste con la Plaza
Mayor, la Catedral de Santa María se encontraba desolada. El rato que estuve
ahí sólo vi dos o tres personas, que luego se perdieron de mi vista como si
fueran fantasmas. Es una iglesia fascinante por los años que guarda y por las sensaciones
que despierta. Su estructura y elementos arquitectónicos revelan una transición
entre los periodos románico y gótico, pues fue construida entre los siglos XII
y XVI, aunque en su interior también se pueden encontrar aportaciones del
barroco.
Algo que me conmovió fue el Pórtico del Perdón, en el que están esculpidas las arquivoltas, el tímpano y el parteluz con escenas bíblicas, algunas espeluznantes. Además, hay un claustro gótico en el que puede uno pasarse horas admirando los capiteles y las tracerías, por las que cae la luz del sol en brillantes zaetas. La verdad es que me empezó a dar miedo seguir en la catedral, empequeñecido por la penumbra y mirando los personajes tenebrosos de los capiteles; además, ya me hacían guiños los duques y obispos de los sepulcros, acostumbrados por quinientos años a espantar gente.
Cuando salí ya los ciclistas
habían partido y las calles eran un páramo con esporádicos transeúntes. Fui a
merodear la ciudad y decidí dejar la cámara en paz, pues es imposible
retratarlo todo: los balcones, los frisos decorados, las pilastras, la herrería
y las placitas. Pensé en mis alumnos y en lo pobres que son mis clases con la
arquitectura plana del power point. Ojalá ellos estuvieran conmigo y vivieran
la historia de la arquitectura en vivo y el silencio de estos callejones que parecen
no llevar a ningún lado, pero al mismo tiempo ya te dieron un paseo por varios
siglos. Es algo así como una bofetada urbana que conmociona.
Fui a la capilla de las
Franciscanas descalzas y al museo audiovisual, en el palacio de la Marquesa de
Cártago, con su aristocrático balcón esquinero y sus emperifollados muros.
Estaba cerrado y un tipo me dijo que volviera otro día. Claro, pensé, a ver si
en el 2030 me doy otra vueltecita. Como ya tenía hambre y mi estómago gruñía igual
a un boiler, me metí en una pequeña hamburguesería, en la que comí lo más
barato que encontré. Yo no sé por qué es la comida tan cara por acá. La
propietaria (Isabel) venía cada rato a presumirme los mundos y manjares de su
familia y yo estaba congraciado, como si escuchara a una de esas viejitas de
Guanajuato que con sus pláticas te transportan a tiempos remotos.
A la hora de la siesta,
España siempre duerme y Ciudad Rodrigo no es la excepción. Fue mi oportunidad
de caminar por la ronda y tomar algunas fotografías. De vez en cuando alguien
pasaba y levantaba el rostro con la brevedad del ”hola” español, a diferencia
de los mexicanos, que decimos los largos “buenos días” “buenas noches” y
“buenas tardes”. Nadie se asomó por la ventana y no había doncellas detrás de
las cortinas: nada más Dante, el viento y la soledad. Entonces comprendí que Ciudad
Rodrigo es un lugar solitario, quieto, en el que se podría vivir con suficiente
viento y serenidad.
Terminé el paseo en el alcázar
de Enrique II, un edificio con torreón que puede ser visto por todos lados del
valle y de la ciudad, excepto por dentro, pues ahora está convertido en un parador
nacional, o sea, en un hotel de varias estrellas al que sólo se accede como huésped
y los paseantes de a pie nos limitamos a merodear desde la banqueta. Eso no me
importó tanto, pues a unos pasos, en una glorietita simpática, estaba el patrimonio
de los pobres y que es uno de los símbolos más queridos de los mirobrigenses
(así se llama la gente de aquí, pues Miróbriga es el nombre de la villa romana),
me refiero al “verraco celtibérico”, una escultura de granito erosionada por el
tiempo, que representa un cerdo y que tiene equivalentes en otros lugares de
España. La verdad, me emocioné al tocar por primera vez un cerdito desconocido que
alguien esculpió cuatro siglos antes de Cristo.
Antes de bajar a la ciudad
nueva permanecí un rato en el mirador, acariciando el sur y sus cultivos de secano (lo que los mexicanos llamamos temporal), bajo un cielo de nubes
esponjosas que caía en una serranía sin fin. Luego caminé cerca de un puente
antiguo que cruza el río Águeda para llegar a un barrio de casas tristes,
lanzadas como dados entre las encinas.
En un bar cercano a la
central estuve un rato tomando cerveza. Un grupo de señores miraban la Vuelta a
España en televisión. Algo que me sorprende de los españoles es el tiempo que
le dedican a mirar deportes en televisión, como si no tuvieran otro quehacer. Cuando
no son los partidos de la selección, son los de la liga, los toros, el
automovilismo o los juegos de Nadal. Yo seguí un rato la transmisión y luego me
hundí el periódico.
Cuando llegué a la sección
de deportes me llevé una sorpresa. Resulta que en la Vuelta a Castilla y León
corre Luis Fernando Macías, un paisano de Lagos de Moreno. Según La Gaceta de Salamanca fue el ganador de
la etapa anterior y es uno de los líderes del evento. Vaya coincidencia, seguramente
por la mañana me lo había topado en la Plaza Mayor sin darme cuenta. Hubiera
sido un significativo encuentro de dos laguenses en el viejo mundo, ambos
exitosos: uno en el ciclismo y otro en la vagancia.
A las seis de la tarde dejé
el bar y tomé el autocar de vuelta a Salamanca. Una llovizna casi imperceptible
comenzó a pardear el paisaje y el dorado de Ciudad Rodrigo se fue quedando
atrás, convertido en una mancha marrón.
*Texto publicado en el libro Espiral viajero. Crónicas de viaje, Compiladores: Berónica Palacios y Dante Alejandro Velázquez, Ediciones Papalotzi, 2013, 128 pp.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario