28.4.16

Siete horas en Ciudad Rodrigo*


Hay sitios con espíritu que se quedan guardados en los sentidos y eventualmente regresan para atemperar la memoria. Son ciudades, valles, caminos o cielos a los que se podría volver una y otra vez con entusiasmo. Tal experiencia me sucedió al visitar Ciudad Rodrigo, ese día de agosto.
A las nueve salí de Salamanca en un autocar de la compañía El Pilar, que hace viajes regulares durante todo el día. Para llegar a Ciudad Rodrigo hay que recorrer 86 kilómetros hasta casi topar con la frontera de Portugal. El paisaje de Castilla y León es húmedo durante el verano y mantiene embobados a los extraños como yo, con sus pequeñas estancias y ermitas de piedra en el silencio de la planicie; con los abrevaderos de ganado, las lonjas y las casas de cal y canto dormidas en el camino. Andando por acá en nada se extrañan los llanos de Jalisco y sus cielos impecables.
En el trayecto sólo hay un poblado de consideración, llamado Sancti Spíritus, que me recordó la ciudad cubana del mismo nombre. No creí que pasara de los mil habitantes, pues su perfil en el paisaje es muy modesto. Más adelante, un letrero anunciaba Ciudad Rodrigo y una amplia calzada de acceso nos recibió con dos monumentos: una aplanadora de vapor a mitad del camellón, y las Tres Columnas dóricas, que son símbolo de la municipalidad y fueron construidas durante el imperio romano quién sabe para qué.
Ciudad Rodrigo cuenta con una población de 15 mil habitantes. Tiene su origen en asentamientos desde la edad de bronce y debe su nombre a un conde llamado Rodrigo que habitó estos rumbos hacia el siglo VI. Su traza actual data del siglo XII, cuando Fernando II erigió la catedral y construyó un baluarte defensivo contra musulmanes y lusitanos, pues quería ponerlos en su lugar. Con el tiempo consolidó su imagen de centro amurallado, con iglesias y palacios románicos, góticos y barrocos, generando un conjunto histórico de gran valor arquitectónico que hoy recibe visitantes de toda la península.
Al desbordarse de la muralla, Ciudad Rodrigo creció en la parte baja, donde hoy se establecen el comercio, los servicios y nuevos bloques de vivienda. La central de autobuses está a unos metros de la muralla, así que en cuanto bajé del autocar subí por una calle de nombre Yurramendi, la cual cruza el foso y llega a una de las puertas de la ciudad. “Estoy entrando a la edad media”, me dije con entusiasmo.
Llegué a la Plaza Mayor, una explanada larga rodeada de  edificios que se doraban con el sol de la mañana. Parecía una feria, con toldos y vagonetas por todos lados, además de una muchedumbre policromática y un equipo de sonido tocando “tengo la camisa negra, porque negra tengo el alma…”. Se trataba de ciclistas a punto de iniciar una etapa de la Vuelta a Castilla y León, quienes se estaban preparando para tomar la carretera entre un mar de técnicos, seguidores y periodistas.
En uno de los rincones de la plaza se encontraba un edificio chato con una amplia arcada y una gran pilastra: el Ayuntamiento. Ahí me metí a pedir información sobre el lugar. Lamentablemente, por ser fin de semana estaban sólo un guardia y una secretaria que parecía principiante, la cual me pidió unos datos para entregarme un mapa turístico.
–¿De dónde nos visita? –Preguntó.
–De México  –contesté.
–¡Ándale, ándale! –Dijo el guardia haciéndose el gracioso.
Por supuesto, mi orgullo no permite que se asocie a todo mexicano con Speedy González. Es como si todos los españoles fueran un Joselito. Así que agradecí a la secretaria y me retiré sin festejar la payasada del guardia. Además, ya era momento de conocer la catedral, una escala obligada en cualquier ciudad ibérica.
En contraste con la Plaza Mayor, la Catedral de Santa María se encontraba desolada. El rato que estuve ahí sólo vi dos o tres personas, que luego se perdieron de mi vista como si fueran fantasmas. Es una iglesia fascinante por los años que guarda y por las sensaciones que despierta. Su estructura y elementos arquitectónicos revelan una transición entre los periodos románico y gótico, pues fue construida entre los siglos XII y XVI, aunque en su interior también se pueden encontrar aportaciones del barroco.  

Algo que me conmovió fue el Pórtico del Perdón, en el que están  esculpidas las arquivoltas, el tímpano y el parteluz con escenas bíblicas, algunas espeluznantes. Además, hay un claustro gótico en el que puede uno pasarse horas admirando los capiteles y las tracerías, por las que cae la luz del sol en brillantes zaetas. La verdad es que me empezó a dar miedo seguir en la catedral, empequeñecido por la penumbra y mirando los personajes tenebrosos de los capiteles; además, ya me hacían guiños los duques y obispos de los sepulcros, acostumbrados por quinientos años a espantar gente.
Cuando salí ya los ciclistas habían partido y las calles eran un páramo con esporádicos transeúntes. Fui a merodear la ciudad y decidí dejar la cámara en paz, pues es imposible retratarlo todo: los balcones, los frisos decorados, las pilastras, la herrería y las placitas. Pensé en mis alumnos y en lo pobres que son mis clases con la arquitectura plana del power point. Ojalá ellos estuvieran conmigo y vivieran la historia de la arquitectura en vivo y el silencio de estos callejones que parecen no llevar a ningún lado, pero al mismo tiempo ya te dieron un paseo por varios siglos. Es algo así como una bofetada urbana que conmociona.
Fui a la capilla de las Franciscanas descalzas y al museo audiovisual, en el palacio de la Marquesa de Cártago, con su aristocrático balcón esquinero y sus emperifollados muros. Estaba cerrado y un tipo me dijo que volviera otro día. Claro, pensé, a ver si en el 2030 me doy otra vueltecita. Como ya tenía hambre y mi estómago gruñía igual a un boiler, me metí en una pequeña hamburguesería, en la que comí lo más barato que encontré. Yo no sé por qué es la comida tan cara por acá. La propietaria (Isabel) venía cada rato a presumirme los mundos y manjares de su familia y yo estaba congraciado, como si escuchara a una de esas viejitas de Guanajuato que con sus pláticas te transportan a tiempos remotos.
A la hora de la siesta, España siempre duerme y Ciudad Rodrigo no es la excepción. Fue mi oportunidad de caminar por la ronda y tomar algunas fotografías. De vez en cuando alguien pasaba y levantaba el rostro con la brevedad del ”hola” español, a diferencia de los mexicanos, que decimos los largos “buenos días” “buenas noches” y “buenas tardes”. Nadie se asomó por la ventana y no había doncellas detrás de las cortinas: nada más Dante, el viento y la soledad. Entonces comprendí que Ciudad Rodrigo es un lugar solitario, quieto, en el que se podría vivir con suficiente viento y serenidad. 
Terminé el paseo en el alcázar de Enrique II, un edificio con torreón que puede ser visto por todos lados del valle y de la ciudad, excepto por dentro, pues ahora está convertido en un parador nacional, o sea, en un hotel de varias estrellas al que sólo se accede como huésped y los paseantes de a pie nos limitamos a merodear desde la banqueta. Eso no me importó tanto, pues a unos pasos, en una glorietita simpática, estaba el patrimonio de los pobres y que es uno de los símbolos más queridos de los mirobrigenses (así se llama la gente de aquí, pues Miróbriga es el nombre de la villa romana), me refiero al “verraco celtibérico”, una escultura de granito erosionada por el tiempo, que representa un cerdo y que tiene equivalentes en otros lugares de España. La verdad, me emocioné al tocar por primera vez un cerdito desconocido que alguien esculpió cuatro siglos antes de Cristo.

Antes de bajar a la ciudad nueva permanecí un rato en el mirador, acariciando el sur y sus cultivos de secano (lo que los mexicanos llamamos temporal), bajo un cielo de nubes esponjosas que caía en una serranía sin fin. Luego caminé cerca de un puente antiguo que cruza el río Águeda para llegar a un barrio de casas tristes, lanzadas como dados entre las encinas.
En un bar cercano a la central estuve un rato tomando cerveza. Un grupo de señores miraban la Vuelta a España en televisión. Algo que me sorprende de los españoles es el tiempo que le dedican a mirar deportes en televisión, como si no tuvieran otro quehacer. Cuando no son los partidos de la selección, son los de la liga, los toros, el automovilismo o los juegos de Nadal. Yo seguí un rato la transmisión y luego me hundí el periódico.
Cuando llegué a la sección de deportes me llevé una sorpresa. Resulta que en la Vuelta a Castilla y León corre Luis Fernando Macías, un paisano de Lagos de Moreno. Según La Gaceta de Salamanca fue el ganador de la etapa anterior y es uno de los líderes del evento. Vaya coincidencia, seguramente por la mañana me lo había topado en la Plaza Mayor sin darme cuenta. Hubiera sido un significativo encuentro de dos laguenses en el viejo mundo, ambos exitosos: uno en el ciclismo y otro en la vagancia.
A las seis de la tarde dejé el bar y tomé el autocar de vuelta a Salamanca. Una llovizna casi imperceptible comenzó a pardear el paisaje y el dorado de Ciudad Rodrigo se fue quedando atrás, convertido en una mancha marrón.
*Texto publicado en el libro Espiral viajero. Crónicas de viaje, Compiladores: Berónica Palacios y Dante Alejandro Velázquez, Ediciones Papalotzi, 2013, 128 pp.

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