22.8.06

Lámparas de Sueño

Si me preguntan quién es Leticia Cortés, hay una respuesta definitiva: no lo sé. Estamos frente a una poeta que deja en velo sus circunstancias para que mejor podamos leerla con placer. Una poeta cuya palabra es el hilo de Ariadna en el laberinto inacabable de la poesía. Cuando uno tiene la costumbre de merodear los sitios y estancias donde habitan los poetas es muy probable llegar a toparse con alguno especial. A mí me ha sucedido con Leticia Cortés, a quien alguna vez leí en una antología, la encontré en la red, en el mundo de los blogs o en un boletín de la Secretaría de Cultura. Un poema de Leticia me llevó a otro, y ese a otro más, encadenando mi gusto por una autora cuyos textos son ese hilo que se sigue y no llega al cabo, ni espera llegar.
Ella pertenece a esta generación de poetas menores de treinta, como Antonio Marts, Bethsabé Ortega, Marco Antonio Gabriel, Beatriz Ortiz Wario, Hugo Plascencia o Fanny Enrigue, cuyas obras empiezan a cocinarse en Jalisco y se les ve en antologías, revistas e Internet. Lámparas de sueño, es una edición de autor que inaugura el trabajo individual de Leticia, quien tiene ya experiencia en obras colectivas y ediciones periódicas. Se compone de 23 poemas -tres de ellos prosa poética- sin divisiones capitulares, con una pintura de Carlos Larracilla en la portada.
Es Lámparas de sueño un recinto, el cascarón de una arquitectura que para unos puede llamarse mundo, para otros territorio o, para los menos, habitación. Para ser explícito, referiré aquel poema de Neruda sobre su “Sebastiana”, la casa que construyó en la costa de Valparaíso: “Ya no pensemos más: esta es la casa / ya todo lo que falta será azul”
El recinto de Lámparas de sueño es un mundo pasmoso, con tacto frágil donde todo parece recién inaugurado y recién inaugurado es el modo de percibirlo. Como la casa de Neruda, comienza a llenarse en la primera línea, aunque parezca que siempre ha estado pleno.
(Estoy revuelta
Petrificándome con el frío estoy)
Estamos inquietándonos
Porque embalsamamos la tierra
En nuestra áspera saliva.
Este recinto, a mi modo de ver, tiene tres residentes constantes y capitales para la estructura interior del poemario, los cuales cohabitan y se dejan manosear unos por otros.
El primer residente en Lámparas de sueño es la voz de un yo femenino (no feminista, por cierto) que participa del mundo desde su propio asombro y nos guía a través del libro. Ningún poema es de terceros, siempre es mío, con mis ojos y mi lengua, parecen decir Leticia Cortés o el mismo lector una vez que ha penetrado y se descubre en ese yo femenino. Desde el primer poema, Grito primero, se enuncia. Es su parto, pero también lo es de la palabra, de la voz que trama la poesía: “tengo qué hablar, / esconder mi rostro, / parir este dolor de haber nacido irreductiblemente asustada”.
Efectivamente, el yo establece su condición asustadiza y no se separará más de ella. Es un yo frágil, víctima de circunstancias que parecen a punto de romperse o de cerrar el poema con una contingencia. Es un estado límite en el que se anega, con frases como: “No me dejaré cortar esta vez por el otoño” o “Me fui muda / quedando vacía me fui”.
El segundo residente es aplastante y parece amotinarse poema tras poema. Yo le llamaría tristeza, aunque el yo es tan vulnerable que no puede llamarle de modo alguno. Es omnipresente, se sujeta a las calles o al árbol y mantiene el adolorido paisaje de los textos. Reduce la voz del poeta a su frágil condición. Cuando intenta ser ira es sólo queja y si pretende odio no podrá sino consentir y musitar. Dos ejemplos:
Pasa la vida como lluvia delirante.

Si la soledad fuera una danza
Si tan sólo fuera una danza

El tercero de los residentes aparece irremediablemente en la mayoría de los poemas. Es un , un alguien, otro que apenas asoma en la escena pero siempre es verbalizado; es a quien necesita el yo femenino para asirse y para sostener el poema en su deriva y salvarlo del mar picado en el que está, aunque ambos se hundan juntos. Es un permanente, una pareja amorosa, concebido como el objeto que atiza el mundo pasmoso y su tristeza:
No pretendo hacerme
amarilla de repente
como si el mar
fuera bilis derramándose en la cruz
¿Por qué sembrarte
me resulta tan amargo?
¿Por qué te miro
Y mis pies se ahuyentan del camino?
Estos tres residentes y el oficio de Leticia Cortés cocinaron Lámparas de Sueño, en el cual encontramos poemas certeros como Grito primero, Danza o Asentada raíz, que dice:
No quiero llevar prisa
Para silenciar mi estruendo.
Ni bajar los puños de repente.
No quiero estar esquina
Con la puerta reseca y los labios cerrados.
Mi cuerpo astilla temprano madrugadas.
Quisiera contar tu historia, quedarme muda.
Decir que nos gustaba morir todas las tardes.
Hay un halo cercano a Rosario Castellanos, a Sylvia Plath o a Adriana Díaz Enciso, de quien la autora es especialista. Sin embargo, esta voz es nueva, humedecida por una mujer joven. Dije en un principio: no sé quién es Leticia Cortés. No puedes conocer a alguien que te pasea por el laberinto y te abruma, como sucede en Lámparas de Sueño. Sin embargo, a diferencia de lo que pueda suceder en otras disciplinas, la poesía que abruma y te lleva a recintos de rareza fascinante es halagadora y hace de la palabra una experiencia y no sólo una lectura. En el caso de Leticia Cortés es una experiencia irrenunciable. Hay qué leerla.


*Autor: Leticia Cortés, Ediciones Cuadrivio, Guadalajara, 2006.

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