Música congelada es la arquitectura
-Goethe
Un amigo me invitó a admirar el mural que pintó en una sala de su casa, donde recrea los principales monumentos arquitectónicos de Lagos de Moreno, con una técnica extraña, surgida de la más hueca ociosidad. No tiene caso señalar la calidad del “fresco”. Ya he visto algunos similares en preparatorias, secundarias y presidencias municipales dignos de un tratado para el insulto a la técnica, a la perspectiva y al espacio que atosigan.
Lo realmente admirable de este Siqueiros alicaído es, como sucede con muchos laguenses, el emotivo orgullo por su ciudad, al grado de reproducirla en una pared de su casa. Y es que la arquitectura es la carta fuerte de la presunción local. Se acomoda en postales y souvenirs, los pintores la retratan desde cualquier ángulo posible y el gobierno la reconoce como potencial turístico en folletos, internet y campañas de todo tipo.
Sin embargo, sobre ella hemos depositado una serie de mitos insanos, regados de boca en boca: llamar “colonial” a todo lo construido en adobe y “rústico” a lo de piedra, creer que el patrimonio lo hacen sólo las fachadas (no son set de Universal Studios), desacreditar la arquitectura contemporánea (y llamarle “modernista”, cuando el modernismo fue superado hace un siglo), o malbaratar los espacios arquitectónicos y urbanos con otra serie de argumentos sin sentido.
La arquitectura histórica no requiere sólo un empeño por reproducirla o dedicarle sonetos, sino sacudirle esos mitos que la engolosinan o la degradan.
Va un ejemplo claro: desde que a un ingenioso se le ocurrió señalar al Templo del Calvario como una “réplica” de la Basílica de San Pedro, los laguenses hemos venido repitiéndolo como loros, sin molestarnos en cotejar por lo menos una fotografía. Es absurda la comparación, pues la única similitud entre ambas iglesias es la utilización de algunos elementos comunes basados en el canon greco-romano.
El Templo de Nuestro Señor del Calvario pertenece a esa moda de fines del siglo diecinueve que se dio en medio mundo y se conoce como Historicismo, la cual trajo de vuelta el arte clásico y desembocó en los llamados “neos”. Por supuesto que algunos edificios parecen hermanarse a nuestra iglesia, como la Biblioteca Nacional de Atenas (de 1888 a 1902), el Schauspielhause de Berlin (1818-1821) o el templo de Possagno, en los suburbios de Venecia. Pero esto es sólo un accidente derivado de la moda.
También el teatro José Rosas Moreno ha sido “replicado” con la Ópera de París (gulp!) y la cúpula de la Parroquia de la Luz con la del Duomo de Florencia. Supongo que a Brunelleschi no le interesan las resurrecciones y si resucitara construiría obras distintas.
¿Hay necesidad de compararse a otros para poseer la honra, en este caso arquitectónica? ¿Vale copiar fórmulas de otras ciudades? ¿Necesitamos un Cristo Rey en la Mesa Redonda, si ya existe el Cubilete?
Nuestras obras adquieren valor en el momento que son genuinas, pues no tienen símil y dan identidad al lugar que las cobija. No es necesario fabricarlas o adquirirlas de un modelo ajeno; están ahí, regadas en toda la anatomía de la ciudad: una parroquia colmada de íconos, un puente que se pasa por arriba, una iglesia de torre inconclusa, un puente Guaricho, un Callejón del ratón, una acequia “caida”, una calle de los arbolitos, la casa de un rey dormido, etcétera.
Más que como objeto de culto, el centro histórico y su arquitectura merecen entenderse como el resultado material de un asentamiento humano, con identidad y valores, sujeto a la constante manufactura de sus habitantes. Se construye piedra sobre piedra en un canon maleable y peligrosamente mutable por las condiciones cambiantes de la sociedad.
Sir Norman Foster, el arquitecto británico escribe: “En occidente nos enfrentamos al inevitable declive de la ciudad interior”. Efectivamente, nuestra ciudad interior se pierde en afán de hacerla importante, de “mostrarla” así nomás, dejando al margen las pequeñas cosas que hilan su personalidad. Sus monumentos no son objetos aislados ni piezas de utilería. Tampoco son ornato vacuo. Por el contrario, su carga estética va de la mano con su función social. La arquitectura, a diferencia de la escultura (y sin menoscabo de esta), tiene “utilidad” pública desde que se gesta.
Si el patrimonio arquitectónico es verdaderamente paradigmático para quienes habitamos esta ciudad, al grado de pasar las horas de ocio inmortalizándolo en murales y escritorios de computadora; entonces debemos entenderlo como objeto vivo, resguardarlo, revitalizarlo y tomarle algunos tejidos para la inevitable expansión, porque a nosotros nos corresponde la ciudad del siglo XXI y parece que aún no empezamos ni a soñarla.
-Goethe
Un amigo me invitó a admirar el mural que pintó en una sala de su casa, donde recrea los principales monumentos arquitectónicos de Lagos de Moreno, con una técnica extraña, surgida de la más hueca ociosidad. No tiene caso señalar la calidad del “fresco”. Ya he visto algunos similares en preparatorias, secundarias y presidencias municipales dignos de un tratado para el insulto a la técnica, a la perspectiva y al espacio que atosigan.
Lo realmente admirable de este Siqueiros alicaído es, como sucede con muchos laguenses, el emotivo orgullo por su ciudad, al grado de reproducirla en una pared de su casa. Y es que la arquitectura es la carta fuerte de la presunción local. Se acomoda en postales y souvenirs, los pintores la retratan desde cualquier ángulo posible y el gobierno la reconoce como potencial turístico en folletos, internet y campañas de todo tipo.
Sin embargo, sobre ella hemos depositado una serie de mitos insanos, regados de boca en boca: llamar “colonial” a todo lo construido en adobe y “rústico” a lo de piedra, creer que el patrimonio lo hacen sólo las fachadas (no son set de Universal Studios), desacreditar la arquitectura contemporánea (y llamarle “modernista”, cuando el modernismo fue superado hace un siglo), o malbaratar los espacios arquitectónicos y urbanos con otra serie de argumentos sin sentido.
La arquitectura histórica no requiere sólo un empeño por reproducirla o dedicarle sonetos, sino sacudirle esos mitos que la engolosinan o la degradan.
Va un ejemplo claro: desde que a un ingenioso se le ocurrió señalar al Templo del Calvario como una “réplica” de la Basílica de San Pedro, los laguenses hemos venido repitiéndolo como loros, sin molestarnos en cotejar por lo menos una fotografía. Es absurda la comparación, pues la única similitud entre ambas iglesias es la utilización de algunos elementos comunes basados en el canon greco-romano.
El Templo de Nuestro Señor del Calvario pertenece a esa moda de fines del siglo diecinueve que se dio en medio mundo y se conoce como Historicismo, la cual trajo de vuelta el arte clásico y desembocó en los llamados “neos”. Por supuesto que algunos edificios parecen hermanarse a nuestra iglesia, como la Biblioteca Nacional de Atenas (de 1888 a 1902), el Schauspielhause de Berlin (1818-1821) o el templo de Possagno, en los suburbios de Venecia. Pero esto es sólo un accidente derivado de la moda.
También el teatro José Rosas Moreno ha sido “replicado” con la Ópera de París (gulp!) y la cúpula de la Parroquia de la Luz con la del Duomo de Florencia. Supongo que a Brunelleschi no le interesan las resurrecciones y si resucitara construiría obras distintas.
¿Hay necesidad de compararse a otros para poseer la honra, en este caso arquitectónica? ¿Vale copiar fórmulas de otras ciudades? ¿Necesitamos un Cristo Rey en la Mesa Redonda, si ya existe el Cubilete?
Nuestras obras adquieren valor en el momento que son genuinas, pues no tienen símil y dan identidad al lugar que las cobija. No es necesario fabricarlas o adquirirlas de un modelo ajeno; están ahí, regadas en toda la anatomía de la ciudad: una parroquia colmada de íconos, un puente que se pasa por arriba, una iglesia de torre inconclusa, un puente Guaricho, un Callejón del ratón, una acequia “caida”, una calle de los arbolitos, la casa de un rey dormido, etcétera.
Más que como objeto de culto, el centro histórico y su arquitectura merecen entenderse como el resultado material de un asentamiento humano, con identidad y valores, sujeto a la constante manufactura de sus habitantes. Se construye piedra sobre piedra en un canon maleable y peligrosamente mutable por las condiciones cambiantes de la sociedad.
Sir Norman Foster, el arquitecto británico escribe: “En occidente nos enfrentamos al inevitable declive de la ciudad interior”. Efectivamente, nuestra ciudad interior se pierde en afán de hacerla importante, de “mostrarla” así nomás, dejando al margen las pequeñas cosas que hilan su personalidad. Sus monumentos no son objetos aislados ni piezas de utilería. Tampoco son ornato vacuo. Por el contrario, su carga estética va de la mano con su función social. La arquitectura, a diferencia de la escultura (y sin menoscabo de esta), tiene “utilidad” pública desde que se gesta.
Si el patrimonio arquitectónico es verdaderamente paradigmático para quienes habitamos esta ciudad, al grado de pasar las horas de ocio inmortalizándolo en murales y escritorios de computadora; entonces debemos entenderlo como objeto vivo, resguardarlo, revitalizarlo y tomarle algunos tejidos para la inevitable expansión, porque a nosotros nos corresponde la ciudad del siglo XXI y parece que aún no empezamos ni a soñarla.
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