11.2.05

La poética del metal

Las grandes ciudades no son un teatro estático y relegado a la inercia de su arquitectura común; por el contrario, adquieren hitos que retan al pasado y sorprenden en modorra al proceso arquitectónico presente. Eso le sucedió a Sydney con su Ópera, a París con el Pompidou o el Gran Arco, a Bilbao con el Guggenheim y a Valencia con la Ciudad de las Artes.

Iniciado el siglo XXI, el nuevo símbolo de Londres es una gota de cristal y acero que parece arqueada por la brisa del Tamesis, justo en la orilla opuesta de la Gran Torre. Esta obra de suave geometría es el City Hall y fue diseñada por el arquitecto de más prestigio en la bretaña reciente: Norman Foster, nacido en 1935, ganador –entre un centenar de premios- del Pritzker en 1999 y ascendido a título de Caballero por la Reina Isabel en 1990.

El City Hall es hoy sitio obligado para el turismo y referencia de la nueva expresión londinense. Semeja una cúpula que se desarticula, en franca resistencia a la simetría. Aunque el cristal es el componente externo del edificio, la verdadera voluntad se establece en el acero y sus vértebras, que se relajan y proveen al espacio cualidades poco habituales en la arquitectura.

Y es que Sir Norman Foster ha llevado en éste, y en gran parte de su obra, el acero a conductas orgánicas, ajenas a una mera función de soporte, sometiendo al cristal sólo como pantalla o como una membrana sugerente del verdadero “organismo interior”. Bastan ejemplos como la Facultad de Derecho en la Universidad de Cambridge, la cúpula del Reichstag, la Estación de Canary Wharf o el respetuoso y emotivo (disculpen tanta calificación) Carré d’ Art en Nimes.

El metal es principio y fin del espacio en Foster; es un hilvanador de secuencias y un partidario de la línea curva, la línea recta (en la mayor quietud posible) y los entramados. Es la poética de la transparencia, donde los planos son frágiles y el exterior parece inmiscuirse.

“A veces comparo nuestra creación con las cuentas de un collar, cada una de las cuales representa un proyecto dentro de la línea del tiempo. Algunas cuentas parecen más valiosas que otras y son las que, en mi opinión, han ampliado los límites de la invención”, señala Foster, quien más que arquitecto se reconoce diseñador, y llama “nuestro” al trabajo que ha producido con su grupo interdisciplinario a lo largo de cuatro décadas, en un espectro de obras que representan uno de los valores intrínsecos de la arquitectura y su espíritu como producto humano: la emotividad.


Este fervor de Foster y el placer por despejarse en lo mayor posible de las caras herméticas o el rectángulo impetérrito, me recuerda un poema donde Alfonsina Storni expresa la angustia que le producen los paisajes rígidos de la ciudad, al grado de concluir “…yo misma he vertido ayer una lágrima, Dios mío, cuadrada”. Tal vez por eso, el arquitecto ha dejado una lágrima frágil a orillas del Tamesis, para mirarla temblar en medio de todo ese argumento marcial que guarda Londres.

No sé hasta donde se puedan pensar nuevos hitos como el City Hall en nuestras ciudades mexicanas, y no fracasados emblemas (permítanme mencionar los Arcos del Milenio en Guadalajara) o monumentos patrioteros; sin embargo, el espacio aguarda un Foster que bosqueje su nuevo paisaje.

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