Hace unos días, Guía Roji se declaró en bancarrota
y desaparece, paradójicamente, del mapa. De las empresas cartográficas en
nuestro país fue la más prestigiosa durante casi cien años, pero no la única.
Las demás se han esfumado discretamente en el tiempo y ahora la cartografía nacional
se inhibe ante programas globales (como Google Earth) o aplicaciones de
navegación en tiempo real (como Waze), a pesar de los esfuerzos por expandirse
en el mercado impreso y digital.
Esta noticia detonó
algunos recuerdos particulares de mi vida, pues soy coleccionista de mapas y
guías. Es una pasión que se remonta a la infancia y tiene la legitimidad de
quien colecciona playeras de las Chivas, dijes o videojuegos. Lo heredé de mi padre,
quien acostumbra también comprar mapas de ciudades y carreteras. De hecho, en
alguna época de mi adolescencia pensé estudiar geografía o alguna carrera afín,
pero me decidí por la arquitectura, donde también los proyectos arquitectónicos
representan radiografías de un trozo de territorio, espacios habitables que
nacen del papel y la tinta.
Puedo pasar un buen
rato mirando un mapa sin oficio ni beneficio. A veces, cuando estoy en el
carro, saco de la guantera el de carreteras de Jalisco (como alguien lo haría
con un folleto o el facebook), preguntándome por qué Huejuquilla está tan solo
en el mundo, en esa frontera caprichosa que divide Jalisco de Zacatecas.
Desde niño solía husmear
los mapas, pues en un pedazo de papel tenía la ciudad a mis pies, los arroyos,
lagos, carreteras y rancherías. Era placentero llegar a una ciudad o un pueblo
y conocer ya su geometría y los callejones macabros del barrio. Me bebí aquellas
láminas que aparecían en la legendaria enciclopedia Salvat Monitor, planos
antiguos, atlas enormes y de bolsillo; las antiguas cartas de tenal del INEGI, donde cada casita del rancho era un cuadro
negro; planos dibujados a mano en el catastro, que se despellejaban en los archivos
de los ayuntamientos; la famosa Guía Roji, con sus carreteras amarillas; las
fotografías aéreas y los globos terráqueos, que no siempre han servido para
adornar el escritorio de un director de primaria.
Algunos mapas permanecieron
sin leer, enmohecidos en un rincón, igual que ciertos libros y baratijas. Otros
desaparecieron sin avisar, como sucedió un día, en un viaje a Guadalajara, acompañado
de mi amiga, la arquitecta Olivia Osornio. No conocíamos bien la zona metropolitana y compramos
un plano de vialidades en la autopista. Al entrar por Lázaro Cárdenas, como
hábil copiloto, Oly abrió el mapa para orientarnos y no terminaba de
desplegarlo cuando una ráfaga de viento lo arrebató y se fue dando volteretas,
retorciéndose entre los carros que venían atrás. Murió virgen ese mapa.
Por esos días asistíamos
al Congreso Nacional de Geomática, donde descubrimos las maravillas del posicionamiento
global y sus alcances. Nos impactaron las aplicaciones que un satélite, un GPS y
una computadora podían lograr en la administración del suelo urbano o rural,
mediante coordenadas UTM y programas novedosos.
Lo que entonces nos
asombró hoy es convencional. La lectura digital sustituyó al papel en menos de
una década y puede recorrerse el mundo con el cursor y hartos zooms en
cualquier pantalla. Los mapas virtuales son capaces de meterte la calle en las
narices, cascos históricos, usos de suelo y novedades arquitectónicas de
ciudades, unas entrañables otras horribles. Es sencillo andar los picos
glaseados de los Andes o los parques de Bratislava. Un buen metiche puede
recorrer el interior de algunos edificios notables, viajar a la calle donde
vivió Roberto Bolaño, en Blanes, o al anexo donde vacacionó Anna Frank mientras
escribía su diario; se pueden supervisar las obras de la Sagrada Familia o
espiar si Enrique Alfaro construyó sin licencia municipal.
Hace tres años, una
mudanza fue pretexto para deshacerme de casi todos los mapas impresos que
guardaba (luego, ciertos ladrones de barrio se encargaron del resto) y estimular
aún más mi afición por el Google Earth y otras cartografías virtuales, las
cuales se pueden manipular hasta en la palma de la mano. Seguramente pronto
estarán disponibles en tiempo real y podremos ver el flujo vehicular y el vuelo
de las aves sobre el entorno urbano, aunque aún se discute su conveniencia por
motivos de seguridad pública.
En lo personal, los
mapas me han dado suficientes beneficios y cierta orientación de navegante, al
grado que mi esposa me dice “eres un mapa con patas”. Más bien son ellos
quienes nos ofrecen patas, ventanas y buenos ratos de ocio, tratando de leer la
geometría del hombre sobre la tierra, sus trayectos o simplemente una
explicación sobre la soledad de Huejuquilla.
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