29.11.14

1984

En 1984 la mancha urbana de Lagos de Moreno terminaba de tajo al poniente, en una cerca de piedra que separaba la colonia Lomas del Valle y un cerro pedregoso, donde habitaban lagartijos, víboras, correcaminos y liebres, entre otros animales que hoy se repliegan ante una indigna progresión de calles y casas.   
Algunas tardes iba con los amigos de la cuadra a jugar, a cortar tunas o a escalar unas barranquitas que se encuentran al sur del actual Centro Universitario, las cuales negreaban como una costra entre la nopalera y los colorines. Otras veces bajamos a una presita donde abrevaban vacas solitarias y hacíamos “patitos” en el agua. Alrededor, se levantaban como gigantes los cerros de la bola y de la campana, así como dos montículos de piedra, uno apodado “nido de la garza” y otro más, la “silla de Bartolo Prieto”, donde (decían los adultos) el famoso bandolero del siglo XIX se sentaba a vigilar las diligencias que circulaban por el camino real a Guadalajara y a custodiar la cueva de su mítico tesoro. Al fondo, como una bofetada de luz se extendía el valle, con su retícula de sembradíos y un permanente ulular de viento y ferrocarril que aún permanece en mi mente.
Otros días tomábamos el camión urbano (entonces llegaba hasta la esquina de Jacaranda y Aldama) y bajábamos al centro, para acudir a la permanencia voluntaria del Cine Vera, donde exhibían las películas de Bruce Lee y los Almada, así como la novedosa saga de Rocky. La Caja Mágica era un cine más costoso, pero ahí descubrimos con fervor E.T. el extraterrestre y Furia de titanes.  
En 1984 salíamos a jugar a la calle con los vecinos o los amigos de la escuela, con el patín del diablo, el bote, la bicicleta o un bate improvisado. Era tiempo de chinchelagua, corto circuito, avalanchas, choyitas o changais. También jugábamos a las escondidas en la casa abandonada de la calle Encino, que otros usaban de noche para defecar o drogarse a sus anchas.
Por mi calle Cedro bajaban los estudiantes de la preparatoria cada noche. Venían en grupos, algunos con bata de laboratorio y otros bromeando. Nos parecían enormes y no imaginábamos en qué momento llegaríamos a los dieciocho, una edad lejana aún.

Hoy, 20 años después, los niños no van solos al cerro, ni al cine, ni a las casas abandonadas. El país se exacerba y algunos cerros sólo sirven de madriguera para delincuentes y fosas mortuorias. No se es fatalista. Es el aroma del fatalismo que nos circunda.

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