En 1984 la mancha urbana de Lagos de Moreno terminaba
de tajo al poniente, en una cerca de piedra que separaba la colonia Lomas del
Valle y un cerro pedregoso, donde habitaban lagartijos, víboras, correcaminos y
liebres, entre otros animales que hoy se repliegan ante una indigna progresión
de calles y casas.
Algunas tardes iba con los
amigos de la cuadra a jugar, a cortar tunas o a escalar unas barranquitas que
se encuentran al sur del actual Centro Universitario, las cuales negreaban como
una costra entre la nopalera y los colorines. Otras veces bajamos a una presita
donde abrevaban vacas solitarias y hacíamos “patitos” en el agua. Alrededor, se
levantaban como gigantes los cerros de la bola y de la campana, así como dos
montículos de piedra, uno apodado “nido de la garza” y otro más, la “silla de
Bartolo Prieto”, donde (decían los adultos) el famoso bandolero del siglo XIX
se sentaba a vigilar las diligencias que circulaban por el camino real a
Guadalajara y a custodiar la cueva de su mítico tesoro. Al fondo, como una
bofetada de luz se extendía el valle, con su retícula de sembradíos y un
permanente ulular de viento y ferrocarril que aún permanece en mi mente.
Otros días tomábamos el
camión urbano (entonces llegaba hasta la esquina de Jacaranda y Aldama) y
bajábamos al centro, para acudir a la permanencia voluntaria del Cine Vera,
donde exhibían las películas de Bruce Lee y los Almada, así como la novedosa
saga de Rocky. La Caja Mágica era un
cine más costoso, pero ahí descubrimos con fervor E.T. el extraterrestre y Furia
de titanes.
En 1984 salíamos a jugar a
la calle con los vecinos o los amigos de la escuela, con el patín del diablo,
el bote, la bicicleta o un bate improvisado. Era tiempo de chinchelagua, corto
circuito, avalanchas, choyitas o changais. También jugábamos a las escondidas
en la casa abandonada de la calle Encino, que otros usaban de noche para
defecar o drogarse a sus anchas.
Por mi calle Cedro bajaban
los estudiantes de la preparatoria cada noche. Venían en grupos, algunos con
bata de laboratorio y otros bromeando. Nos parecían enormes y no imaginábamos
en qué momento llegaríamos a los dieciocho, una edad lejana aún.
Hoy, 20 años después, los
niños no van solos al cerro, ni al cine, ni a las casas abandonadas. El país se
exacerba y algunos cerros sólo sirven de madriguera para delincuentes y fosas
mortuorias. No se es fatalista. Es el aroma del fatalismo que nos circunda.
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