29.11.14

Mariano Azuela en Lagos

En los múltiples caminos recorridos por Mariano Azuela, son cuatro sus estaciones capitales: Lagos de Moreno, Guadalajara, El Paso y la Ciudad de México. La primera de ellas representó para el novelista una estancia emocional de la que guardó sus mejores recuerdos. Ni la fama literaria, ni el paso de los años pudieron arrancarle el fervor por la tierra en la que descubrió la condición humana, fuente de inspiración para algunas de sus novelas.
Azuela recuerda el barrio donde creció, San Felipe, como “un casucherío ruinoso, entre largas hileras de órganos y nopales”1. La modesta casa en la que nació estaba en la actual calle de Hermión Larios, que describe así: “como quien va al Refugio, se encuentran unas tapias de adobe prieto, prodigio y desafío de las más elementales leyes de gravedad”2.
Su padre era dueño de una tienda llamada “El tigre”, junto al hospital de San Felipe, que instaló gracias a un préstamo de la familia. Con el éxito de la empresa pudo ahorrar y construir una tienda mejor, “La Providencia”, en la placita de San Antonio, en cuyas horas como dependiente, el niño Mariano fue testigo de las intrincadas pasiones, novedades y argüendes locales, como la llegada del ferrocarril y las fechorías de los bandoleros Bartolo Prieto y Ciriaco Isasi. En aquel entonces pasaba por Lagos todo tipo de gente y la tienda, frente a la calle Real, era un lugar perfecto para llevar y traer los pormenores sociales y políticos no sólo de la localidad, sino de otras latitudes, pues reconoce Azuela que Lagos “tenía cierto aspecto cosmopolita y abundaba la población flotante”3.
Ya en su juventud fue a estudiar medicina a Guadalajara, donde coincidió con otros paisanos como José Becerra. Dice Alfonso de Alba que ahí “viven la más franca actitud bohemia”4 y alternan el estudio con el placer de los libros, los cafés, los paseos a la Alameda y la zarzuela.
A su regreso a Lagos instaló un consultorio, el cual atendía al tiempo que frecuentaba a un grupo de aficionados a la literatura, quienes se convirtieron más tarde en destacados escritores y serían sus mejores amigos: Francisco González León, Antonio Moreno Oviedo y José Becerra, entre otros. “Por las tardes, una vez terminadas nuestras tareas profesionales, nos reuníamos en la botica de La Luz y de allí en pequeño grupo salíamos a pasear por los aledaños del pueblo tan pintorescos como callados y solitarios.”5 En ocasiones iban a las huertas, del otro lado del río, y en otras subían la cuesta hacia el templo del Calvario o al camposanto, donde más de una vez compartieron sus primicias literarias.
Aquella de 1900 fue una década de esplendor, pues el grupo formalizó sus reuniones en la quinta de la Luz, realizó los primeros juegos florales y publicó algunas revistas y tomos literarios que hoy son tentación de los coleccionistas; además, animaron todo tipo de eventos, como bailes, paseos, corridas de toros, debates políticos y obras de caridad. Puede decirse que Azuela correspondió al fervor de su época como un humanista, recorriendo las calles lo mismo para atender el llamado de un enfermo terminal que para asistir a una comedia en el teatro.
El joven médico se llenó de vida “hasta que llegó el vendaval revolucionario y nos arrebató como míseras hojas”6. Ya en el exilio, instalado en la Ciudad de México y consagrado como novelista, visitaría su tierra una y otra vez, pero llevando a cuestas las ruinas de otros tiempos.
En relación a Lagos escribió: “Lo amo, pero amo más la soledad, sobre todo esa soledad magnifica de los grandes centros de población donde podemos perdernos como en un bosque virgen, apurando la dicha inigualable de ser nadie”7. No es que Azuela fuera un renegado, sino que, pasada la lucha armada, Lagos se hundió en una depresión por la que nadie abogó, oscilando entre el silencio y la añoranza de aquella belle epoque. Y no había para qué volver.

1Azuela, Mariano (1960). “Autobiografía del otro”. Obras completas. Tomo III. Fondo de Cultura Económica. México. P. 1180.
2Ibídem.
3Azuela, Mariano (1960). “Autobiografía del otro”. Obras completas. Tomo III. Fondo de Cultura Económica. México. P. 1191.
4Alba, Alfonso de (1992). Antonio Moreno y Oviedo y la Generación de 1903. Segunda edición. Biblioteca de autores y temas laguenses. P. 147.
5Azuela, Mariano (1960). “Rafael de Alba”. Obras completas. Tomo III. Fondo de Cultura Económica. México. P. 793.
6Azuela, Mariano (1960). “Cuestiones literarias”. Obras completas. Tomo III. Fondo de Cultura Económica. México. 1272 pp.
7Azuela, Mariano (1960). “El novelista y su ambiente [II]”. Obras completas. Tomo III. Fondo de Cultura Económica. México. P. 1128


1984

En 1984 la mancha urbana de Lagos de Moreno terminaba de tajo al poniente, en una cerca de piedra que separaba la colonia Lomas del Valle y un cerro pedregoso, donde habitaban lagartijos, víboras, correcaminos y liebres, entre otros animales que hoy se repliegan ante una indigna progresión de calles y casas.   
Algunas tardes iba con los amigos de la cuadra a jugar, a cortar tunas o a escalar unas barranquitas que se encuentran al sur del actual Centro Universitario, las cuales negreaban como una costra entre la nopalera y los colorines. Otras veces bajamos a una presita donde abrevaban vacas solitarias y hacíamos “patitos” en el agua. Alrededor, se levantaban como gigantes los cerros de la bola y de la campana, así como dos montículos de piedra, uno apodado “nido de la garza” y otro más, la “silla de Bartolo Prieto”, donde (decían los adultos) el famoso bandolero del siglo XIX se sentaba a vigilar las diligencias que circulaban por el camino real a Guadalajara y a custodiar la cueva de su mítico tesoro. Al fondo, como una bofetada de luz se extendía el valle, con su retícula de sembradíos y un permanente ulular de viento y ferrocarril que aún permanece en mi mente.
Otros días tomábamos el camión urbano (entonces llegaba hasta la esquina de Jacaranda y Aldama) y bajábamos al centro, para acudir a la permanencia voluntaria del Cine Vera, donde exhibían las películas de Bruce Lee y los Almada, así como la novedosa saga de Rocky. La Caja Mágica era un cine más costoso, pero ahí descubrimos con fervor E.T. el extraterrestre y Furia de titanes.  
En 1984 salíamos a jugar a la calle con los vecinos o los amigos de la escuela, con el patín del diablo, el bote, la bicicleta o un bate improvisado. Era tiempo de chinchelagua, corto circuito, avalanchas, choyitas o changais. También jugábamos a las escondidas en la casa abandonada de la calle Encino, que otros usaban de noche para defecar o drogarse a sus anchas.
Por mi calle Cedro bajaban los estudiantes de la preparatoria cada noche. Venían en grupos, algunos con bata de laboratorio y otros bromeando. Nos parecían enormes y no imaginábamos en qué momento llegaríamos a los dieciocho, una edad lejana aún.

Hoy, 20 años después, los niños no van solos al cerro, ni al cine, ni a las casas abandonadas. El país se exacerba y algunos cerros sólo sirven de madriguera para delincuentes y fosas mortuorias. No se es fatalista. Es el aroma del fatalismo que nos circunda.