“Aquí no hay epígrafe”
Dante
Dios dijo “hágase el coche” y el hombre se acomodó primero, dejando a su mujer a la diestra (excepto en el Reino Unido), con los ojos pelones y un espejo para maquillarse.
El coche es el poder, el power destinado al macho. Por eso es una máquina, un hermoso ejemplar para domadores, igual al caballo o a la fiera cimarrona, que se debe domesticar poco a poco con la mano hábil y un poco de maña.
La mujer es sólo un objeto de ornato dentro del caparazón de metal, una compañía cuando se da la vuelta por las calles del centro o un motivo sensual al acariciar el tapiz en la emisión semanal de Autoshow. El hombre dirige, lleva el mando y conoce las rutas como un Marco Polo. La mujer no tiene otra ruta que la pintura de uñas o un bebé entre los brazos.
Aún así, el mando de piloto no es perpetuo. Se transmite de una generación a otra en el orden siguiente: el padre —un émulo de Fittipaldi— lleva el volante mientras la madre hace sombra a su costado sin opinar ni señalar las contingencias del camino. Callada tiene plenos derechos, aunque él venga ebrio de la fiesta o haya olvidado su licencia de conducir. Detrás van los niños haciendo bulla o quietecitos, eso es indistinto.
Cuando el niño varón tenga dieciocho podrá heredar el cargo de piloto y llevar al padre de contramaestre, desplegando la Guía Roji, haciendo muecas desbordantes y chuleando a las chicas que caminan por el boulevard. Tantos años de experiencia son suficientes para dirigir la orquesta acodado en la ventanilla de copiloto. El niño asumirá no sólo el rango de piloto, sino el de hombre.
Su madre pasará atrás con la hermana. Si alguna vez toma el volante será en el cacharro setenta y siete (un Caribe o un asmático Renault) comprado especialmente para ella, “para que vaya al mandado o a visitar a su madre”. Raro será verla conducir el coche del Señor, a menos que este se haya roto los huesos en el trabajo y no pueda conducir con el yeso.
La hermana debe permanecer en sigilo, presente apenas en el retrovisor hasta que sea una señorita. Entonces llegará un hombre benevolente que la haga partícipe de su amor, de su dinero y de los paseos dominicales. Un hombre que la coja de la cintura y le diga “véngase adelante con su rey”. Primero irá pegada a él, haciéndole mimos o tomando cerveza de la misma botella, aunque la palanca de las velocidades interfiera en su confort de amorosos. Después del matrimonio, pasará al asiento que una vez ocupo su madre: entonces el ciclo se habrá cerrado.
El orden del universo se mantendrá en equilibrio de este modo. Un consejo final: no se deje el coche al alcance de las locas, pueden generar un daño colateral.
Tampoco hay fin.
Dante
Dios dijo “hágase el coche” y el hombre se acomodó primero, dejando a su mujer a la diestra (excepto en el Reino Unido), con los ojos pelones y un espejo para maquillarse.
El coche es el poder, el power destinado al macho. Por eso es una máquina, un hermoso ejemplar para domadores, igual al caballo o a la fiera cimarrona, que se debe domesticar poco a poco con la mano hábil y un poco de maña.
La mujer es sólo un objeto de ornato dentro del caparazón de metal, una compañía cuando se da la vuelta por las calles del centro o un motivo sensual al acariciar el tapiz en la emisión semanal de Autoshow. El hombre dirige, lleva el mando y conoce las rutas como un Marco Polo. La mujer no tiene otra ruta que la pintura de uñas o un bebé entre los brazos.
Aún así, el mando de piloto no es perpetuo. Se transmite de una generación a otra en el orden siguiente: el padre —un émulo de Fittipaldi— lleva el volante mientras la madre hace sombra a su costado sin opinar ni señalar las contingencias del camino. Callada tiene plenos derechos, aunque él venga ebrio de la fiesta o haya olvidado su licencia de conducir. Detrás van los niños haciendo bulla o quietecitos, eso es indistinto.
Cuando el niño varón tenga dieciocho podrá heredar el cargo de piloto y llevar al padre de contramaestre, desplegando la Guía Roji, haciendo muecas desbordantes y chuleando a las chicas que caminan por el boulevard. Tantos años de experiencia son suficientes para dirigir la orquesta acodado en la ventanilla de copiloto. El niño asumirá no sólo el rango de piloto, sino el de hombre.
Su madre pasará atrás con la hermana. Si alguna vez toma el volante será en el cacharro setenta y siete (un Caribe o un asmático Renault) comprado especialmente para ella, “para que vaya al mandado o a visitar a su madre”. Raro será verla conducir el coche del Señor, a menos que este se haya roto los huesos en el trabajo y no pueda conducir con el yeso.
La hermana debe permanecer en sigilo, presente apenas en el retrovisor hasta que sea una señorita. Entonces llegará un hombre benevolente que la haga partícipe de su amor, de su dinero y de los paseos dominicales. Un hombre que la coja de la cintura y le diga “véngase adelante con su rey”. Primero irá pegada a él, haciéndole mimos o tomando cerveza de la misma botella, aunque la palanca de las velocidades interfiera en su confort de amorosos. Después del matrimonio, pasará al asiento que una vez ocupo su madre: entonces el ciclo se habrá cerrado.
El orden del universo se mantendrá en equilibrio de este modo. Un consejo final: no se deje el coche al alcance de las locas, pueden generar un daño colateral.
Tampoco hay fin.
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