Antes de cerrar la puerta de la habitación vio por última vez ese libro de pasta roja que había comprado en la librería de viejo: El Sena y los suicidas. Sobre la cama dejó la foto del hombre y una nota con bilé que hizo y rehizo hasta encontrar las palabras más cercanas a un puñal:
Héctor: cuando leas esta nota
flotaré en las aguas del Sena
y la culpa flotará contigo.
Katia.
Salió del hotel. El cielo sacudía un viento helado y la escarcha, como en película de Tim Burton, tramaba regateos de luz en las estrechas calles. Hay ciudades que nunca duermen, pero a ratos cabecean, será de viejas o cansadas, como París a esa hora.
“Nunca más, Héctor”, iba salpicando entre dientes, engrosando el poco valor que llevaba metido en la gabardina. Estos días habían sido los peores desde que dejaron México, el peor de los menesteres con un hombre a quien creía amar, pero con quien no podía tolerar verse un día más, una borrachera más o la humillación cotidiana de una golpiza.
Cuando llegó a la Plaza de la República tomó la Rue du Temple, el camino más corto al Sena. Varias veces se topó con turistas trasnochados de vuelta a su hotel o en busca de otra fiesta; personal del aseo público, indigentes y vehículos insatisfechos de andar la madrugada y tropezando en cada semáforo. Llegó a la Ïle de la Cité, el corazón de la ciudad, un lugar que ella reconocía ideal para las pasiones (“Para la pendejez”, le dijo un día Héctor echando por la borda su ensoñación), isla principio y fin de la cordura, de los poemas de Verlaine, de la Maga de Cortazar, de Victor Hugo y de Antonieta Rivas Mercado. Ahí descansaría, lejos de Héctor, de México y de aquello que pudiera preguntar por su ausencia. No había velado la noche en vano, tributándose en definitiva a la despedida, con su cuerpo presente y el silencio como causa. Lloró lo suficiente y leyó algunas páginas del libro antes de salir a entregar ese cuerpo en la ciudad ajena.
Ahí estaba Notre Dame, gigante, haciéndola temblar como cuando vio por vez primera La Piedad de Miguel Angel y lloró de emoción “no lo puedo creer, estoy soñando”, dijo, seguida por un pitorreo de Héctor.
Dejó un suspiro inflado en el ojo vigía del rosetón y apretó el paso. No volvería más a ese sitio: tendría la boca sucia y anegada después del amanecer. Rodeó la catedral hasta el Pont de l’ Archevêché, donde sabía que no encontraría el mismo tráfico. No habría testigos ni títulos en los diarios que señalaran su identidad o confirmaran la tristeza de un rostro ennegrecido para entonces por la garganta del Sena.
El río era una palidez, un gato sordo anidado a los pies de la mujer. Ardía en la orilla la luz de unos arbotantes y los barcos de turistas descansaban del ajetreo. En la balaustrada se detuvo Katia, miro al cielo ungida y musitó: “Nunca más, Héctor”, como le dijo una semana antes, andando todavía las calles de Granada. Él, acostumbrado al desenfado, omitió de sus actos la señal y torturó a Katia durante todos esos días y hasta la noche anterior, cuando dio un portazo al salir de la habitación. Ella esperó en la cama, de espaldas a la puerta para cuando él llegara no la viera llorar o, mejor dicho, para que ni siquiera encontrara sus ojos: esos débiles que siempre la traicionaban. Mejor le daría la espalda como un muro ciego y anudaría la rabia bajo el cobertor. Héctor no volvió y ni espalda ni ojos lo volverían a encontrar, sólo la nota y el silencio puro.
Cuando se percató de que el auto más próximo estuviera lo suficientemente lejos y de que ningún peatón pudiera observarla, trepo la balaustrada y se aquietó por un segundo, mirando el agua a sus pies. Recordó aquel poemita de Lorca que leyó en el tren a París: “el horizonte sin luz está mordido de hogueras” y comprendió que no podía hacerlo o, al menos, no era el momento: tenía suficiente miedo y, después de todo, podría perdonar a Héctor si hablaran nuevamente y él diluyera la rabia y fuera más hombre; podría perdonar a sus padres y a quienes la atosigaban en el trabajo, pagar la hipoteca en un par de años y vivir con Héctor en un sitio sano. Algún horizonte habría, aunque fuera pardo, no sólo la negrura del Sena.
Al impulsarse de vuelta al pavimento, su pie derecho resbaló en la humedad de la piedra, cuyo filo golpeó primero la rodilla y después su costado antes de la caída. En las aguas grises elevó los brazos, pero nadie pasaba en ese momento. No sabía nadar, sabía solamente aquellos versos de Lorca:
El horizonte sin luz
está mordido de hogueras
(Ya os he dicho que me dejéis
en este campo
llorando.)