Diez años atrás, el 5 de abril de 1994, Kurt Cobain, vocalista de Nirvana, se dio un tiro en la cabeza y con él dio el zarpazo final a una generación brillante por su opacidad: el grunge.
Con solo cuatro discos de estudio -Bleach (1989), Nevermind (1991), Incesticide (1992) e In Utero (1993)-, Nirvana era entonces una de las bandas de mayor popularidad e influencia. Llenaba estadios, vendía discos y era suministro de poder a imperios como el de MTV. Era, además, líder del grunge, un movimiento contracultural espontáneo de los Estados Unidos, surgido de la llamada Generación X (jóvenes nacidos en la segunda mitad de los sesenta y sobre todo en los setenta), que representaba las aspiraciones (si es que las había) de una generación en desencanto.
Nirvana constituye uno de los episodios menos comprometidos políticamente en la historia del rock; sin embargo, es un sólido testimonio del espíritu de un sector social sin ambición, desvalido, a la espectativa y sensatamente harto de la pertenencia a la maquinaria consumista, de la que sólo había heredado como identidad unas papas fritas y un Ronald McDonald. Y es que al comenzar los noventa no había ya cortina de hierro y los jóvenes de Estados Unidos carecían de figuras emblemáticas a las cuales asirse y que no fueran monigotes de fantasía como Michael Jackson o Rambo.
Por eso Nirvana. Por eso su desenfrenada popularidad. Y es que era una banda de tres jóvenes provenientes de Seattle, una ciudad fría y en el rincón, que vestían como raídos madereros (recordemos que Cobain nació en un poblado maderero llamado Aberdeen), a cuadros y mezclilla o con un sweter de la abuela y tenis malolientes. Jóvenes de garage que no se asemejaban al rocker tradicional ni al figurín hollywoodense. Nirvana era el hartazgo del american dream, y no prometía sino un estallido emocional para esos jóvenes clase medieros, que viven en una ciudad común, hablan consigo y un poco menos con el mundo inmediato. Jóvenes nihilistas, de familia común, cuyo orden se ha roto y cuyos padres no son el paradigma de la propaganda
Pero Nirvana era ante todo sonido: un penetrante poder que se alcanzaba con sólo una voz, guitarra, bajo y batería. Sus tres integrantes -Kurt Cobain, Chris Novoselic y David Grohl- apostaron por grabar sus discos con el minimalismo del sonido garage, pero añadiendo la intensidad como valor, ya sea al desgarrarse, al proclamar un espasmo o al sumergirse en abismos. Nevermind es para muchos uno de los discos más emblemáticos e influyentes en la Historia del Rock y su primer corte Smells Like Teen Spirit, un himno generacional aunque haya caído en las pretenciones choteadoras de MTV.
En torno al grupo, la figura de Kurt Cobain fue el imán rector. Su carisma y sensibilidad aplastaban: si el tipo estaba feliz todos lo estaban y si andaba deprimido su alrededor parecía un cementerio. Su figura fue más allá de un pop star, pues ese adjetivo le producía roña. Era más bien el parapeto de un niño malcriado, a veces irreverente y a veces uraño, con severos problemas estomacales, que desenfundaba letras casi autistas, como lithium (I so happy cause today I found my friends in my head…) o dumb, y otras por el puro y placentero desmadre, como en Stay Away.
Se han escrito inumerables páginas sobre personalidad hermética de Cobain y de su resistencia al suicidio. Alguna vez comentó que muchas veces había querido suicidarse y en algunas lo intentó. Pero ese cinco de abril lo cercó definitivamente, aún con el dolor de no ver más a Frances, la hija que procreó con Courney Love. Atrás dejó a Frances, dejó una gira mundial y lo dejó todo por una dosis de heroína y un balazo.
Hace unos días, los diarios anunciaron que miles de seguidores de Cobain se reunirían en Seattle para recordarlo, pero que -a diferencia de Jim Morrison o de John Lennon- el vocalista de Nirvana no tiene tumba ni estrella en el concreto. Tampoco queda ya el cuarto en el que se suicidó.
A Cobain no hace falta dejarle una flor en la tumba: sólo un recuerdo súbito, de los que llegan para ser intensos. Por eso fue fugaz y por eso escribió como un epitafio su nota de despedida: “es mejor arder que consumirse poco a poco”. Y porque esta generación, diez años después, no aspire más que a ser “como un pequeño espíritu adolescente”.
Con solo cuatro discos de estudio -Bleach (1989), Nevermind (1991), Incesticide (1992) e In Utero (1993)-, Nirvana era entonces una de las bandas de mayor popularidad e influencia. Llenaba estadios, vendía discos y era suministro de poder a imperios como el de MTV. Era, además, líder del grunge, un movimiento contracultural espontáneo de los Estados Unidos, surgido de la llamada Generación X (jóvenes nacidos en la segunda mitad de los sesenta y sobre todo en los setenta), que representaba las aspiraciones (si es que las había) de una generación en desencanto.
Nirvana constituye uno de los episodios menos comprometidos políticamente en la historia del rock; sin embargo, es un sólido testimonio del espíritu de un sector social sin ambición, desvalido, a la espectativa y sensatamente harto de la pertenencia a la maquinaria consumista, de la que sólo había heredado como identidad unas papas fritas y un Ronald McDonald. Y es que al comenzar los noventa no había ya cortina de hierro y los jóvenes de Estados Unidos carecían de figuras emblemáticas a las cuales asirse y que no fueran monigotes de fantasía como Michael Jackson o Rambo.
Por eso Nirvana. Por eso su desenfrenada popularidad. Y es que era una banda de tres jóvenes provenientes de Seattle, una ciudad fría y en el rincón, que vestían como raídos madereros (recordemos que Cobain nació en un poblado maderero llamado Aberdeen), a cuadros y mezclilla o con un sweter de la abuela y tenis malolientes. Jóvenes de garage que no se asemejaban al rocker tradicional ni al figurín hollywoodense. Nirvana era el hartazgo del american dream, y no prometía sino un estallido emocional para esos jóvenes clase medieros, que viven en una ciudad común, hablan consigo y un poco menos con el mundo inmediato. Jóvenes nihilistas, de familia común, cuyo orden se ha roto y cuyos padres no son el paradigma de la propaganda
Pero Nirvana era ante todo sonido: un penetrante poder que se alcanzaba con sólo una voz, guitarra, bajo y batería. Sus tres integrantes -Kurt Cobain, Chris Novoselic y David Grohl- apostaron por grabar sus discos con el minimalismo del sonido garage, pero añadiendo la intensidad como valor, ya sea al desgarrarse, al proclamar un espasmo o al sumergirse en abismos. Nevermind es para muchos uno de los discos más emblemáticos e influyentes en la Historia del Rock y su primer corte Smells Like Teen Spirit, un himno generacional aunque haya caído en las pretenciones choteadoras de MTV.
En torno al grupo, la figura de Kurt Cobain fue el imán rector. Su carisma y sensibilidad aplastaban: si el tipo estaba feliz todos lo estaban y si andaba deprimido su alrededor parecía un cementerio. Su figura fue más allá de un pop star, pues ese adjetivo le producía roña. Era más bien el parapeto de un niño malcriado, a veces irreverente y a veces uraño, con severos problemas estomacales, que desenfundaba letras casi autistas, como lithium (I so happy cause today I found my friends in my head…) o dumb, y otras por el puro y placentero desmadre, como en Stay Away.
Se han escrito inumerables páginas sobre personalidad hermética de Cobain y de su resistencia al suicidio. Alguna vez comentó que muchas veces había querido suicidarse y en algunas lo intentó. Pero ese cinco de abril lo cercó definitivamente, aún con el dolor de no ver más a Frances, la hija que procreó con Courney Love. Atrás dejó a Frances, dejó una gira mundial y lo dejó todo por una dosis de heroína y un balazo.
Hace unos días, los diarios anunciaron que miles de seguidores de Cobain se reunirían en Seattle para recordarlo, pero que -a diferencia de Jim Morrison o de John Lennon- el vocalista de Nirvana no tiene tumba ni estrella en el concreto. Tampoco queda ya el cuarto en el que se suicidó.
A Cobain no hace falta dejarle una flor en la tumba: sólo un recuerdo súbito, de los que llegan para ser intensos. Por eso fue fugaz y por eso escribió como un epitafio su nota de despedida: “es mejor arder que consumirse poco a poco”. Y porque esta generación, diez años después, no aspire más que a ser “como un pequeño espíritu adolescente”.
el grunje me parió, pero me destetaron a destiempo.
ResponderBorrarA pesar del trasncurso, mi rabia se apagó y sólo me dejó tristeza como cómplice de fumarolas.
A veces creo que bien podría ser como el bulto de ripstein, despertar 10 años después y ser el mismo olor adolescente.
pd: se lo puedo mandar a los de la mosca?