Escena de Parásitos (CJ Entertainment, 2019)
…la casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo.
La casa de Asterión
En este luminoso cuento de Borges, el
minotauro describe su laberinto como una casa infinita, en la que impera un
destino fatal que debe sobrellevar con temple y sumisión. Su tragedia no está
cercada por los muros, sino por la actitud adversa de quienes habitan al
exterior y lo han condenado a una soledad sin tregua.
Lo
recordé ahora que encuentro múltiples testimonios de personas que padecen el
“encierro” por la pandemia del Covid 19. A diferencia del Asterión borgiano, hay
quien se ha alterado en las cuatro paredes de su hogar como si se tratase de
una mazmorra y no una casa, con muros infames y un permanente llamado a
recuperar su paso en la vía pública, a pesar de los múltiples canales de
comunicación que existen con el mundo. Razones hay múltiples, pero en mayor o
menor medida es la arquitectura quien incide directamente en esos estados de
ánimo vulnerables.
En el presente texto no me
referiré a las relaciones interpersonales que mortifican el encierro ni a otras
posibles causas, sino a la relación del individuo con esa máquina de vivir llamada casa, especialmente en viviendas ubicadas
en zonas urbanas de alta densidad, cuyas condiciones espaciales, estructura y
emplazamiento estimulan más la penitencia que el bienestar y más la evasión
hacia ventanas artificiales (¿el tik tok será una de estas?) que el confort del
espacio mismo. Si bien, una parte de la población posee condiciones necesarias
para afrontar la pandemia, hay un sector vulnerable en habitáculos insalubres, apartamentos
mal planeados y zonas de riesgo, donde la arquitectura debería ser un agente de
tranquilidad y no la sepultura misma.
Varios casos de estos se han
expuesto en los medios de comunicación. Uno de los que me han llamado la
atención es el de una familia de 12 integrantes, quienes comparten una vivienda
infame de pocos metros cuadrados, con un solo baño, camas insuficientes,
objetos que se desparraman por todos lados y una ventilación y asoleamiento
paupérrimos. El jefe de familia, entre otros adultos de la casa, están
desempleados y deben turnarse para satisfacer actividades básicas como la
comida o el baño. Además, ninguno de los menores que ahí habitan tienen
oportunidad de atender las tareas escolares, pues no hay acceso al internet ni
un auxilio adecuado de los adultos. Bajo estas circunstancias, por supuesto que
es criminal el “resguardo” en lo que debería ser un hogar y no una amenaza semejante
o peor a la proveniente del exterior.
Casos como este se repiten
en diferentes latitudes, aunque se potencializan en entornos urbanos
deteriorados o de alta densidad. No sólo en América Latina o Asia, en barracas
y favelas, sino también en los brownstones
norteamericanos, los apartamentos mínimos de París o los “pisos” españoles,
donde el balcón o la azotea son una válvula de escape al confinamiento y lo
mismo sirven de tendedero, de gimansio, comedor, estudio musical o paño de
lágrimas.
Aunque el fenómeno de la
vivienda marginal no es novedad en la historia de las sociedades, es evidente
que fenómenos como el que hoy vivimos la exhiben y la colocan como un problema vigente.
Algo que nos han mostrado largometrajes como el celebrado Parásitos, es el papel aniquilador que puede tener la arquitectura
en el ser humano, sobre todo a partir de las diferencias entre el poder y la
sumisión, entre la luz y la indiferencia. Es un hecho que la demanda de vivienda
no se detiene, por el contrario: en la actualidad es un tema fundamental en las
políticas públicas. En la pirámide social, la población económicamente limitada
es quien exige mayor demanda de vivienda y, al mismo tiempo, quien posee menor capacidad
de acceso a la misma, por lo que la oferta en el mercado tiende a desplazar
calidad por cantidad y las propuestas de vivienda social procuran ahorro de
recursos a toda costa.
Un ejemplo evidente es la
reducción gradual de los espacios mínimos en la arquitectura. Hacia 1932 los
arquitectos mexicanos Juan Legarreta y Justino Fernández plantearon un modelo
vivienda social para obreros con una superficie construida de 54 metros
cuadrados (lo cual ya era agobiante) para una familia de seis integrantes[1]; sin embargo, al paso de
las décadas estas medidas se han reducido paulatinamente debido a la explosión
demográfica, al valor del suelo urbano y al mercantilismo de la vivienda. Ahora
se ofertan unidades habitacionales de 60 metros cuadrados y 45 construidos (no
sólo plurifamiliares, sino unifamiliares), con créditos sin más interés que el
pago del interés. Podría, incluso,
salvaguardarse la calidad de vida con dicha estrechez dimensional si no hubiera
también malos diseños, materiales de baja calidad y transformaciones
irresponsables que violentan la habitabilidad de las viviendas.
En México tenemos un competente
aparato de normatividad para el hábitat, partiendo de la Ley General de Asentamientos Humanos, Ordenamiento Territorial y
Desarrollo Urbano, pasando por todas las leyes, códigos y reglamentos
estatales y municipales. Como siempre: reglas no faltan. El problema de la
inhabitabilidad de miles de viviendas radica en la ejecución, regulación e
incumplimiento de dicha normatividad. Y no se responsabilice sólo a autoridades
e instituciones públicas, sino también a promotores de vivienda, profesionales
del urbanismo, la arquitectura, la construcción y, por supuesto, los mismos particulares.
Al ordenamiento territorial
y, en concreto, a la arquitectura habitacional de densidad alta, deben
garantizársele condiciones básicas: superficies mínimas de construcción,
espacios abiertos, áreas jardinadas, superficies mínimas de vanos para
ventilación natural y asoleamiento, así como un efectivo aprovechamiento de los
recursos naturales y ahorro de energía.
Sin embargo, la ciudad mexicana
se ensancha permanentemente y otorga toda su dignidad a las zonas
habitacionales de mayor plusvalía y capital, dejando al amparo sus antiguos
barrios y colonias, su periferia y la re-población de los centros históricos.
Por otro lado, los nuevos “desarrollos” de vivienda social se han regado hacia
los descampados, pero no con la fortuna de los deslumbrantes suburb americanos, sino como vecindades
horizontales ausentes de equipamientos, que tarde o temprano terminan al menos en
uno de tres escenarios: sobrepobladas, abandonadas o deterioradas por los
vicios ocultos del constructor.
En este escenario pesimista, la
función social del urbanista y del arquitecto es urgente. Las aportaciones
técnicas y el servicio que pueda lograrse desde los despachos privados, la
academia, los colegios de profesionistas y las cámaras de la construcción son
un campo fértil para atender las exigencias de la arquitectura habitacional. No
basta con diseñar o construir, sino generar proyectos de intervención en la
vivienda de alta densidad ya existente para dignificarla, independientemente de
su origen, dimensiones o sistemas constructivos. Si una familia ha de vivir en
60 metros cuadrados, que su estancia se
libere de pesadumbres derivados de los espacios y las instalaciones. Que, sobre
todo, sea también respetuosa de la buena arquitectura y no la altere, que se
forme en una nueva cultura de convivencia con el espacio privado y el entorno
urbano, donde caben la naturación, la sustentabilidad, las actividades
recreativas y la responsabilidad social.
Recordemos que la casa es el
mundo interior, la esfera íntima del individuo y su resguardo, como lo fue también
del minotauro. La casa no debe “padecerse”, sino gozarse. Esta pandemia promete
(¿será?) cambiar no sólo ciertos hábitos de vida en el hogar, sino el concepto
de espacio arquitectónico que requerimos para humanizar la habitación, la
cocina, el patio y cada uno de esos reductos en los que se mueve nuestra cotidianidad.
Nuestra casa debe ser resiliente, proveedora de salud y bienestar, para no
tener la necesidad de salir al balcón a tocar el sax a los vecinos, ni asomarnos
desde ventanas virtuales en búsqueda de un aplauso para enmascarar las
aflicciones.
Dante Alejandro Velázquez