A Fernando Solana Olivares
Fue en el Jardín de niños cuando por vez primera descubrí que yo era yo. Mi madre, como las de mis compañeros, acostumbraba llevarme el lonche a la hora del recreo. Una mañana de tantas salí del salón de clases y corrí a la reja del zaguán, donde se congregaban mis compañeros para recibir la lonchera, un beso o algún recado familiar.
Sin embargo, no vi a mi mamá entre las otras mujeres. Esperé unos diez minutos y me impacienté tanto que decidí “ir a casa” a buscarla, sin importarme la escuela. Algo debió sucederle, pues era su costumbre llevar puntualmente mi sándwich y mi jumex.
Supongo que entonces no era tan estricta la vigilancia como hoy, pues no recuerdo haber tenido problema al cruzar el zaguán, entre falda y falda, y salir directo a casa. Son bonitas las escapatorias sencillas.
Nunca había andado sólo en la calle a esas horas, pero no tenía chiste, pues conocía la ruta de todos los días. Había qué cruzar el barrio de la Purísima y listo. A cinco o seis cuadras estaría mi mamá.
Llegué a casa y toqué la puerta, pero nadie salió. Pensé “puede estar con mi tía Lupe, que no vive tan lejos”, así que fui allá, con tan mala suerte que tampoco salió alguien a mi llamado. Me quedé parado como menso, sin mamá, sin tía Lupe, sin sándwich y sin jumex. No había otra opción. Volví a la escuela como un navegante fracasado. Mi sorpresa fue encontrar a mi madre con el lonche y a la Directora, esperando en el zaguán con cara de espanto. Había terminado el recreo y a Dantito no lo encontraron por rincón alguno.
—¡Dónde andabas, demonio! —dijo mi mamá llevándose a la cabeza las manos. Luego me dieron un sermón como los de la misa dominical, diciéndome tonto y ensanchando la preocupación de que un niño de mi edad anduviera sólo por la calle.
Empezaba a creerme lo tonto, pero miré a través de la reja el patio escolar y una imagen me entusiasmó al instante: era la primera vez que miraba la escuela en horas de clase y no estaba yo dentro. Sólo se escuchaba el rumor de las aulas y ninguna voz era la mía. Miraba todo extraño y extraña era mi sensación al descubrir que yo existía aún sin lo que cotidianamente me rodeaba: una mamá, un horario, un lonche o un aula de clases.
—Anda, vete al salón y que no vuelva a suceder— dijo la directora nalgueándome. Lo hice con gusto, pues quería saber lo que se siente entrar sin que te lleven de la mano.
Sin embargo, no vi a mi mamá entre las otras mujeres. Esperé unos diez minutos y me impacienté tanto que decidí “ir a casa” a buscarla, sin importarme la escuela. Algo debió sucederle, pues era su costumbre llevar puntualmente mi sándwich y mi jumex.
Supongo que entonces no era tan estricta la vigilancia como hoy, pues no recuerdo haber tenido problema al cruzar el zaguán, entre falda y falda, y salir directo a casa. Son bonitas las escapatorias sencillas.
Nunca había andado sólo en la calle a esas horas, pero no tenía chiste, pues conocía la ruta de todos los días. Había qué cruzar el barrio de la Purísima y listo. A cinco o seis cuadras estaría mi mamá.
Llegué a casa y toqué la puerta, pero nadie salió. Pensé “puede estar con mi tía Lupe, que no vive tan lejos”, así que fui allá, con tan mala suerte que tampoco salió alguien a mi llamado. Me quedé parado como menso, sin mamá, sin tía Lupe, sin sándwich y sin jumex. No había otra opción. Volví a la escuela como un navegante fracasado. Mi sorpresa fue encontrar a mi madre con el lonche y a la Directora, esperando en el zaguán con cara de espanto. Había terminado el recreo y a Dantito no lo encontraron por rincón alguno.
—¡Dónde andabas, demonio! —dijo mi mamá llevándose a la cabeza las manos. Luego me dieron un sermón como los de la misa dominical, diciéndome tonto y ensanchando la preocupación de que un niño de mi edad anduviera sólo por la calle.
Empezaba a creerme lo tonto, pero miré a través de la reja el patio escolar y una imagen me entusiasmó al instante: era la primera vez que miraba la escuela en horas de clase y no estaba yo dentro. Sólo se escuchaba el rumor de las aulas y ninguna voz era la mía. Miraba todo extraño y extraña era mi sensación al descubrir que yo existía aún sin lo que cotidianamente me rodeaba: una mamá, un horario, un lonche o un aula de clases.
—Anda, vete al salón y que no vuelva a suceder— dijo la directora nalgueándome. Lo hice con gusto, pues quería saber lo que se siente entrar sin que te lleven de la mano.
¡Claro, Dante! En el Facebook subí algunos cuantos más, en la sección de notas. Ojala puedas revisarlos.
ResponderBorrarEste ejercicio me suena familiar. El maestro nos lo ha pedido para la clase. Ya me puse a pensar cuándo fué la primera vez que fui yo.
Debe remontarse también a la época del jardín de niños. Yo creo que esos son los verdaderos años dorados.
Un saludo y un abrazo, Dante. Estamos en contacto :).