22.12.08

Del Comictlán a Raskolnikov


El orgullo de la ciencia es humilde
comparado con el orgullo de la ignorancia

Agustín Rivera

Hace un par de meses asistí al Comictlán: “La más grande convención de comics de la galaxia”. Esperaba ver los tradicionales frikies disfrazados de Batman o de Chubaca, pero en su lugar encontré una orda distinta: otakus, necos, lolitas y demás simpatizantes del anime y del manga. En los stands no se vendían La Familia Burrón, Kalimán, El bulbo, Asterix o Condorito, ni siquiera encontré un número de The Darkness, sino revistas japonesas, cosplay japonés y todo el ajuar de los personajes de Naruto. Fue, a mis ojos, un mapa de la uniformidad aplastante al servicio del mercado, que ha sabido cercar a grupos como estos y dotarlos de su alimento.
¿Dónde quedaron Supermán y el Capitán América? Han emigrado a otros cotos sociales, seguramente, como la contracultura ha ido desconociendo poco a poco a Burroughs, a Ginsberg y a Frank Zapa, que cada día son más bien objeto de culto para el Guggenheim y para las grandes casas editoras.
A principios del siglo XXI, La contracultura no es un ejercicio privativo del arte, ni tiene apostolados. Ya no se sostiene con los paradigmas de los sesentas, del beatnik, del rastafari, de la psicodelia o de los alternativos noventas, pero tampoco tiene el rampante slogan de “las minorías”, si consideramos que las oligarquías y el Fondo Monetario Internacional son también minoría.
La contracultura está en los anónimos y no en el personaje de escaparate. Está en el mara salvatrucha, el norte y el sur de las bandas angelinas, los “ocupas” catalanes, la comunidad lésbico-gay, las tribus urbanas, los colectivos de la periferia, las revistas independientes, los bloggeros y esa comunidad latente y por ratos absurda que se regocija con “el Canaca” y con un gordito que grita “yaa weeey”. Es la misma masa de anónimos que amputó la g del güey y le puso una w, recordándonos que después de todo vivimos sujetos al dominio anglo.
La contracultura es en realidad una red de contraculturas que no tienen espacios de holgura suficiente y se han visto forzados a pulverizarse por canales domésticos: el Internet, la autopublicación, la toma de la calle, la autogestión, buscando canales distintos a los de los medios tradicionales, a fin de apersonarse frente a entidades aplastantes (como MTV, Televisa o el estado mismo) que monopolizan la estética juvenil y los criterios de convivencia.
Podemos decir que las contraculturas son, en el mapa de la ciudad, una red de ratoneras, llámense comunidades web, colectivos, ONG’s o esfuerzos comunitarios. Cada uno, en su coto, eleva sus templos como aquellos anónimos constructores de catedrales góticas, aunque en diminutos territorios.
Al igual que en la cultura institucionalizada, florecen campos de charlatanería de los que debe uno cuidarse. Recuerdo a Lucía Etxebarría, una poeta gallega a quien yo admiraba, que ahora se renta para Televisión Española y Antena 3 en entrevistas de supuesta irreverencia, pero que no son sino vanalidades. Tendré que volver mi culto a Avelino Pilongano, ese acampanado y florido vate (casi un emo) que nunca se prestó a becas y dádivas del FONCA, ni a los medios electrónicos y que vivió en completo agasajo de la flor y la palabra.
Pensar que la contracultura se construye andando drogo por la galería de arte o tomándose una cerveza al tiempo que se leen poemas bukovskianos no es espectacular ni tiene el mínimo impacto, pues eso siempre se ha hecho en los círculos comunes de la cultura y del arte, desde los banquetes griegos a las bacanales posmo y de Bellas Artes o el Sojo a la más modesta casa de cultura rural. Son más bien actos institucionalizados por la intelectualidad en los que la contracultura sólo contribuye con el apelativo.
Tampoco ser subterraneo es privativo de los marginados urbanos, de las grandes ciudades o de la posmodernidad. No tiene linderos ni tiempo. Cito el caso de siete personajes que en Lagos de Moreno tuvieron algún brochazo de contras:
En el siglo XVI, cuando la villa de Lagos apenas se trazaba, habitó un poeta llamado Pedro de Trejo, quien, a juicio del Santo Oficio, escribió algunas coplas herejizantes y fue condenado a “no volver a escribir coplas” y a servir como soldado en las galeras del reino de España. Algo similar le sucedió al toledano Juan Bautista Corvera, minero de Comanja. Ambos fueron aplastados por el sistema de su tiempo y aún se desconoce cuando y donde murieron.
Ya en el siglo XIX, el poeta Ruperto J. Aldana abandonó su carrera de medicina para entregarse por completo a las letras y al alcohol, motivo por el que terminó internado en el Hospital Civil de Guadalajara en calidad de indigente, donde falleció por congestión alcohólica. Él escribió aquella memorable arte poética que dice:

Yo voy con mano trémula
el vuelo a levantar, color de rosa,
que cubre el fondo ingente donde irradian
los engendros del alma soñadora…

Por esos días, un grupo de profesionistas llamados “Los Farautes” se embriagaban, perseguían muchachas y hacían caricaturas, cuentos y farsas irreverentes. Con los años, uno de ellos tomó el fusil y otro se quedó en la pequeña ciudad a escribir poemas y doparse con las fórmulas de su botica. Uno se llamaba Mariano Azuela (nombre que, por cierto, le heredó a cierto odiosito magistrado) y el otro, Francisco González León. Un tercero, José Becerra, siguió entregado a los excesos hasta los años cuarentas. Sufría de ardor bohemio, coleccionaba gatos y gustaba lanzar comentarios floridos. Falleció en el Hospital Rafael Larios. Cuenta Alfonso de Alba que bajo su colchón encontraron restos de tamales que alguien le llevó de contrabando.
Otro personaje, el pintor surrealista Manuel González Serrano, tuvo una vida atormentada por sus adicciones y su enfermedad mental que lo llevó varias veces al hospital siquiátrico. En una cantina de Lagos solía intercambiar bocetos y acuarelas por alcohol. “Yo he sufrido más que Cristo”, llegó a decir. Perteneció a una familia de “prosapia”, como les gusta a los laguenses, quienes se sienten muy aristocráticos y criollos. A González Serrano eso le importaba un cacahuate y tenía su zona de confort como oveja negra, aunque ahora que su obra es valuada en miles es el orgullo de la casa.
Estos personajes, y los que se multiplicaron desde mediados del siglo XX, sobre todo por movimientos juveniles, tuvieron su periodo de marginalidad, de exclusión, de impotencia o de hastío. Es esta la condición de quien asume su papel en la resistencia al orden establecido y a los poderes fácticos
Si la contracultura es una cultura de excepción, las circunstancias la obligan a tomar nuevos derroteros para abatir la inercia de los aparatos de poder y masificación. La contracultura debe ser subversiva en la praxis (esta palabra me recuerda a los gobernantes priístas de hace unos años), no en la retórica, pues el contestatario de panfleto se quiebra al menor aire. En la revista Papalotzi tuvimos hace meses una experiencia halagadora. Berónica Palacios, nuestra directora, impartió un curso a policías y funcionarios de la PGR. Logró hacerlos leer y ablandarse con algunos textos. Al final publicaron un libro colectivo llamado Las voces ocultas de un policía, el cual, por cierto, se agotó en cinco meses. Esto, a mi juicio, es un acto contracultural en estos tiempos de narcos, policías y charros, como en película de Orol.
Quiero concluir mencionando un método infalible para vitalizar la contracultura. Y éste es, por paradójico que parezca, recuperar a los clásicos y la memoria digna de la humanidad, esos que ahora parecen azotarse ante los ventarrones del espectáculo fácil, la farándula y la globalización yeyé. Rastafaris, góticos, emos, punketos, rupestres, otakus, frikies, hippies, chicos cutter, alternativos e infrasukis podrán encontrarse con los paradigmas que la subversión necesita: un hamlet, una lolita, un raskolnikov, una maga, un jóven werther, un quijote, una antígona o un funes memorioso.

Texto leído en el VI cCongreso de Contracultura

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