Si en este momento se realizara una encuesta sobre los más conocidos arquitectos vivos en el mundo, saltarían, entre otros, los nombres de Frank O. Gehry, Richard Meier, Ming Pei, Santiago Calatrava y los japoneses Tadao Ando y Kenzo Tange (éste último quedaría fuera de la jugada, pues falleció apenas el pasado mes de marzo), cuya fama no es gratuita, sino asentada en sus aportaciones al desarrollo de la arquitectura en los últimos años.
De ellos, el más joven –nació en Valencia en 1951- es Santiago Calatrava, conocido por su trabajo en las estructuras y recientemente popularizado con el complejo deportivo de las olimpiadas de Atenas. Tiene título de Arquitecto (1974) y de Ingeniero Civil (1979), ya que desde un inicio pretendió hacer una carrera integral. Además es un celoso escultor, de ahí que se le llame en bienintencionadas ocasiones “esculto-arquitecto-ingeniero”, aunque él prefiera llamarse Arquitecto, como término que concentra por sí solo la técnica y la plástica.
En la década de los años ochenta inicia su actividad con obras que ya despertaban interés, sin embargo fue hasta la olimpiada de Barcelona (1992), cuando sorprende al mundo con su Torre de Telecomunicaciones en el Estadio de Montjuic, cambiando la tipología tradicional de las antenas por un perfil antropomórfico y de exquisito equilibrio que, por si fuera poco, tiene función de reloj solar y es uno de los nuevos símbolos de esa ciudad mediterránea.
Es la obra de Calatrava un reconfortante motivo para quienes añoramos las estructuras no solemnes, sino más bien heterodoxas (y sin embargo “vivibles”), herederas no sólo de la tradición medieval europea o del estructuralismo de Pier Luigi Nervi, sino de la simbiosis entre el experimental Gaudí y las alternativas que ofrece la tecnología actual, expresamente el hierro. Además, su tributo al paisaje se manifiesta mediante la síntesis, no sólo de los volúmenes, sino del color. Para Calatrava, la neutralidad el blanco resume todo respeto al paisaje y ofrece personalidad a la obra arquitectónica.
El blanco, por tanto, es su color de batalla, el cual ha aplicado en sus principales obras: los puentes de La Cartuja de Sevilla, Mérida, Bilbao y Buenos Aires; ese gran bicho conocido como la Estación de Saint-Exupéry, en Lyon; el aeropuerto de Sondica en Bilbao y, su obra más completa hasta hoy, la Ciudad de las Artes y las Ciencias en Valencia, plantada a orilla de un lago como un gran ojo que vigila el escenario en que se transforma la vida valenciana.
“Mi trabajo es más figurativo que organicista, en el sentido de que lo que me interesa son determinadas asociaciones esculturo-anatómicas, basadas siempre en modelos estáticos tremendamente puristas. Trabajar con estructuras isostáticas te lleva casi inevitablemente a esquemas de la naturaleza”, señala Calatrava, en quien los españoles han distinguido al heredero directo de la obra que un siglo antes patentó el genio de Antonio Gaudí. Ambos profesan la arquitectura orgánica, sedienta de atarse a la tierra, evocándose con elementos propios del sitio, donde la tecnología y los materiales se descubren cómplices de la plástica y extensión simbólica de la función de los espacios.
Según Calatrava, su obra es “inspirada” únicamente, por lo que en ningún momento pretende la Interpretación de la naturaleza. Más bien alcanzar a través de ella la síntesis del volumen con sus dos relaciones fundamentales: la utilidad y la estructura. Lo demás es condimento.
No nos debe extrañar que la obra de este genio español siga acrecentando y otorgando identidad a la arquitectura del siglo XXI, pues su sobresaltada popularidad le ha abierto los medios para trabajar en innumerables proyectos alrededor del mundo, de los que aún esperamos sorpresas múltiples, como las que ha dado en sus tres líneas de oficio. El único temor que le debemos profesar es el de la espera.
Como señaló Joan Lerma en 1993: “Calatrava forma parte de esa vena, a la vez opulenta y ascética, que le consagra como uno de los arquitectos más comprometidos de la estética contemporánea”.
De ellos, el más joven –nació en Valencia en 1951- es Santiago Calatrava, conocido por su trabajo en las estructuras y recientemente popularizado con el complejo deportivo de las olimpiadas de Atenas. Tiene título de Arquitecto (1974) y de Ingeniero Civil (1979), ya que desde un inicio pretendió hacer una carrera integral. Además es un celoso escultor, de ahí que se le llame en bienintencionadas ocasiones “esculto-arquitecto-ingeniero”, aunque él prefiera llamarse Arquitecto, como término que concentra por sí solo la técnica y la plástica.
En la década de los años ochenta inicia su actividad con obras que ya despertaban interés, sin embargo fue hasta la olimpiada de Barcelona (1992), cuando sorprende al mundo con su Torre de Telecomunicaciones en el Estadio de Montjuic, cambiando la tipología tradicional de las antenas por un perfil antropomórfico y de exquisito equilibrio que, por si fuera poco, tiene función de reloj solar y es uno de los nuevos símbolos de esa ciudad mediterránea.
Es la obra de Calatrava un reconfortante motivo para quienes añoramos las estructuras no solemnes, sino más bien heterodoxas (y sin embargo “vivibles”), herederas no sólo de la tradición medieval europea o del estructuralismo de Pier Luigi Nervi, sino de la simbiosis entre el experimental Gaudí y las alternativas que ofrece la tecnología actual, expresamente el hierro. Además, su tributo al paisaje se manifiesta mediante la síntesis, no sólo de los volúmenes, sino del color. Para Calatrava, la neutralidad el blanco resume todo respeto al paisaje y ofrece personalidad a la obra arquitectónica.
El blanco, por tanto, es su color de batalla, el cual ha aplicado en sus principales obras: los puentes de La Cartuja de Sevilla, Mérida, Bilbao y Buenos Aires; ese gran bicho conocido como la Estación de Saint-Exupéry, en Lyon; el aeropuerto de Sondica en Bilbao y, su obra más completa hasta hoy, la Ciudad de las Artes y las Ciencias en Valencia, plantada a orilla de un lago como un gran ojo que vigila el escenario en que se transforma la vida valenciana.
“Mi trabajo es más figurativo que organicista, en el sentido de que lo que me interesa son determinadas asociaciones esculturo-anatómicas, basadas siempre en modelos estáticos tremendamente puristas. Trabajar con estructuras isostáticas te lleva casi inevitablemente a esquemas de la naturaleza”, señala Calatrava, en quien los españoles han distinguido al heredero directo de la obra que un siglo antes patentó el genio de Antonio Gaudí. Ambos profesan la arquitectura orgánica, sedienta de atarse a la tierra, evocándose con elementos propios del sitio, donde la tecnología y los materiales se descubren cómplices de la plástica y extensión simbólica de la función de los espacios.
Según Calatrava, su obra es “inspirada” únicamente, por lo que en ningún momento pretende la Interpretación de la naturaleza. Más bien alcanzar a través de ella la síntesis del volumen con sus dos relaciones fundamentales: la utilidad y la estructura. Lo demás es condimento.
No nos debe extrañar que la obra de este genio español siga acrecentando y otorgando identidad a la arquitectura del siglo XXI, pues su sobresaltada popularidad le ha abierto los medios para trabajar en innumerables proyectos alrededor del mundo, de los que aún esperamos sorpresas múltiples, como las que ha dado en sus tres líneas de oficio. El único temor que le debemos profesar es el de la espera.
Como señaló Joan Lerma en 1993: “Calatrava forma parte de esa vena, a la vez opulenta y ascética, que le consagra como uno de los arquitectos más comprometidos de la estética contemporánea”.