Foto: Google Maps
Tendría unos siete
años cuando mi familia llegó a vivir a Lomas del Valle, en la merita calle
Cedro. Lo primero que recuerdo fue ver una plaga de gusanos soldado y
chapulines que azotaron la calle, enverdeciéndola, así como el olor a hierba de
los lotes baldíos. Eso era novedoso para un niño que había andado más que las
calles del centro, con sus altas ventanas, rejas forjadas y zaguanes de macetas.
Acá había un aroma a “nuevo”, a ladrillo recién encalado y cancelería de
tubular; mientras que en la Juárez, el adobe, las jambas de cantera y los
paredones neoclásicos nos rodeaban. Las casas allá tenían un toque de
ancianidad.
Hacia
1980, Lomas del Valle era uno de los fraccionamientos con mayor crecimiento en
Lagos de Moreno. Se había poblado con rapidez desde su construcción y poseía
entornos variados. No era lo mismo vivir en la 5 de mayo que en Javier Mina o
en Ciprés. Había viviendas humildes, clasemedieras y residenciales, calles
empedradas, de terracería y adoquinadas. Un espíritu múltiple hervía porque
llegaron familias jóvenes de cualquier nivel socioeconómico que le imprimieron
un ambiente distinto al de los barrios tradicionales y plural.
En
un principio, había un arco de ingreso por la calle 5 de mayo, el cual fue demolido con el tiempo debido a que
algunos vehículos de carga no cabían debajo. La carretera (hoy Boulevard Orozco
y Jiménez) nos separaba del centro y sus barrios antiguos, y desde acá mirábamos
su media docena de torres doradas al atardecer o los nubarrones oscuros que
amenazaban desde Comanja en temporadas de lluvia. Mirábamos los cohetes de cada
fiesta patronal y escuchábamos el ulular del tren amplificado por las
madrugadas.
La
colonia era el límite poniente de Lagos, donde empezaba la nopalera y una cerca
de piedra bordeaba las calles Ciprés, Pino y Mezquite, hasta subir a la soledad
de la Unidad Deportiva Municipal y a la Preparatoria Regional de la Universidad
de Guadalajara, ambas recién inauguradas. Alrededor de estas sólo existía un
descampado que hoy ocupa Paseos de la Montaña. Donde hoy está la tienda Aminoguanas había un letrero malhecho que
decía “Calle del retorno”. Era, para mis ojos niños, el fin de la civilización
y principio de la terra incognita.
Cuando los estudiantes y maestros de la preparatoria se retiraban, por las
noches, quedaba la punta del cerro, con sus 2000 metros sobre el nivel del mar,
en plena oscuridad.
La
ruta urbana de Autobuses Romo llegaba
con apuros hasta la esquina de Aldama y Jacaranda, donde había un teléfono
público muy útil, al que algunas veces le escurrían las monedas de tan lleno,
pues la telefonía celular estaba muy lejos de aparecer. Luego, el camión volvía
hacia el centro de Lagos, allá abajo,
lejísimos de nuestros ojos y seguía su ruta hasta terminar en la Y griega, en el actual nodo vial que
lleva a León. Más tarde se ampliaría la ruta y tomaría el legendario nombre de Cañada-Prepa, de la cual se pueden
escribir cientos de aventuras y anécdotas, no todas gratas.
El
camión era puro traqueteo y bajaba a madres por Jacaranda. En alguna ocasión
hasta se quedó sin frenos y fue a parar directo al arroyo, con algunos heridos que
fueron retratados con morbo por la nota roja del Provincia. Cuando íbamos al Cine Vera, a la Caja Mágica o a los
chocomiles de Don Cuco lo primero que esperábamos del chofer era un veintiuno, boleto que intentaríamos
cambiar por el beso de una niña, aunque la verdad no teníamos suerte con ninguna.
Éramos chafas en el amor, pues.
En
mi cuadra había excelentes vecinos con quienes hicimos amistad, los García
Vilchis (Azael, Israel y su mamá doña Amelia); los Morales Romero (Sandra y
Carlos), los Lugo Fuentes, los Segura Tiscareño (Hilda, Chela, Joel). A un
costado de la casa vivían los Zamora de Anda (Hugo, Gustavo, Carmen, Lety,
Omar, Mimí). Detrás de la casa vivían Judith y Chuy Moreno Alderete; más arriba,
el buen Leonard y a unas cuadras mis amigos de la calle Pino: Rogelio, Gerardo
“Miné” (a quien en la primaria llamábamos Nacho, no sé por qué), Erick, Anibal
y Gaby Jacinto Chumacero. En la calle Roble, mis amigos Cipriano Jiménez y Abel
(hermanos de Chava Tacos); los Urroz, buenazos mecánicos; Juan Pablo Ramírez
Claudio y su familia, también mecánicos; los papás de Karina Gutiérrez
Carrales, que tenían una tienda y hoy viven en León. En Jacaranda y Javier Mina
vivía mi tía Goya y por Hacienda de la Daga mis tíos Félix y Pepe, con todos
nuestros primos. Decenas de nombres que podría recordar y otros que se han
borrado, entre amigos de la primaria, vecinos y visitantes eventuales.
Con
ellos jugamos al bote, al circuito cerrado, a las choyitas, chinchelagua, teléfono
descompuesto, futbol, beisbol y carreras; salíamos a recorrer el cerro o a
andar las calles con los patines del diablo, la bicicleta o las avalanchas de
baleros. Fue ahí donde nos enamoramos por vez primera de alguna vecina y donde
tuvimos las primeras peleas a golpes, no siempre con buena fortuna. En mi
cuadra teníamos a veces función de títeres, cinito, reuniones para contar
cuentos de terror y hasta concursos de belleza, en los que participaban nuestras
hermanas y vecinas. En los temporales de lluvia hacíamos represas con el agua
que corría por el arroyo de la calle, subíamos a los árboles para tatuarlos con
una navaja o construíamos casas de ramas para armar algún club secreto.
La infancia aún se
podía recorrer a pie, ir a la escuela con la mochila arrastrando y volver al
mediodía para que te enviaran a las tortillas con la servilleta de cuadritos. Mi
hermano Eduardo iba a la secundaria, al Poli; Diana estaba en el colegio Pedro
Moreno; Bety en la Escuela de Educación Especial y yo en la Primaria
Cuauhtémoc, la cual construyeron hasta la punta del cerro para que llegáramos
con la lengua de fuera. Ahí tuve otros buenos amigos de los que luego escribiré
y maestros memorables, como el profe Leopoldo Mendoza.
La parroquia de San
Francisco Javier era apenas un templo en construcción a donde concurría todo
mundo, en especial en tiempos de fiesta y kermeses. El jardín estaba (y sigue
ahí) entre Fuerte del Sombrero y Rancho del Venadito. Creo que a pesar de los
años sigue careciendo de identidad, pero es un sitio de recreación para los
vecinos.
Además de la fiesta de San Francisco
Javier, disfrutábamos las posadas, sobre todo aquellas que organizaba doña
Paquita en la calle Roble. Su generosidad permitía que los gorrones
participáramos de la piñata y los molotes, siempre y cuando rezáramos y
cantáramos el Ora pro nobis.
Entre las tiendas más reconocidas
estaba la frutería Hermanos Salazar,
la Panadería de Pan-taleón y una
tortillería en Fuerte del Sombrero que siempre tenía una cola larguísima de
gente, además de una tienda de ropa sobre la carretera: El Geitani. Recuerdo el primer establecimiento de abarrotes “elegante”
que vi en mi calle, se llamaba Súrtase
bien. Tenía un piso lustroso, aparadores de cristal y toda la mercancía
acomodada con pulcritud, nada que ver con la idea de abarrotes que conocía
hasta entonces, como la que estaba frente a la escuela y que vendía todo tipo
de colguijes y estampitas sobre luchadores y álbumes de moda. Más tarde, en
Lomas se instalaría en la calle Realistas la célebre discoteque Studio47 de Armando Villalobos y luego llegarían
otros establecimientos que con el tiempo se multiplicaron en cantidad y en
variedad por todas las calles.
A pesar de los años, Lomas del Valle
no ha cambiado del todo su espíritu. Permanecen los mismos lotes baldíos y
algunas casas sólo se maquillaron; el camión baja aún como un loco por Javier
Mina y las familias siguen habitando y deshabitando sus espacios. Ya no es la
orilla de la ciudad, sino el corazón de un entorno en plena madurez.
Aunque en Lomas del Valle mi familia
sólo permaneció cuatro o cinco años, para mí fue un paraíso perdido el día que salimos.
Había terminado mi primaria y estaba por ingresar a la secundaria en otro rumbo
no muy lejano, pero extraño: el cerro de enfrente. Me aterraba no volver a ver
a mis amigos y sepultar la infancia para siempre. Lo que no sabía entonces, es
que otros paraísos me esperaban.