Berónica Palacios/ Dante Alejandro Velázquez
El
antiguo camino de Mezquitán culebreó por cuatro siglos entre Guadalajara y el
poblado de Atemajac, cruzando arroyos y barrancos. La modernidad del siglo XX
lo dejó en trozos y ahora se pierde y renace en tramos indefinidos, cercenado
por las avenidas Federalismo, Ávila Camacho y Circunvalación. Hoy, la calle
Mezquitán cae en una pendiente de grandes banquetas y viviendas donde la gente
se sienta a la puerta cada tarde.
Tras
una fachada en verde limón se guarda el estudio de Carlos Larracilla. Ahí
habitan una decena de gatos, que suben y bajan los muebles y se tienden en el
mosaico para refrescarse, mientras el sol penetra a duros golpes por dos minúsculas
ventanas hasta salpicar un caballete. El pintor permanece durante horas
trabajando y asume que su estudio es también la casa de los gatos, a quienes
atiende con el mismo esmero de un amante, pues son ellos quienes dan espíritu
al lugar. “Si algún día se busca la autenticidad de ese cuadro, habrá que
buscarle el ADN de gato”, comenta mientras señala una obra en proceso y
acaricia el lomo de Frida.
Los
cuadros de Larracilla nacen de la penumbra con la fascinación de un ojo felino
a mitad de la noche. Emergen trazos de luz que enuncian la piel de un personaje
y alguna gama de rojos o de ocres establece el escenario de una historia. Son
zaetas los colores que rompen la atmósfera y despiertan el mullido silencio del
lienzo. Es el pincel que se recrea con la exaltación de quien edifica sueños.
Carlos
Larracilla nació en 1976. Se inició en la pintura a los dieciséis años, después
de haber sufrido experiencias agudas ante la medicina psiquiátrica que lo
movieron a refugiarse en la pintura, primero como terapia autoinfringida y
posteriormente como profesión y forma de vida. Aunque tuvo estudios académicos
en algún momento de su juventud, es en el trabajo autodidacta donde ha moldeado
su formación como pintor. “Todos mis maestros están muertos”, señala refiriéndose
a autores como Van Gogh, Caravaggio, Rembrandt, El Bosco y otros que le han
alimentado y a quienes les ha propuesto “paráfrasis” de sus obras clásicas,
como las distintas versiones personales que tiene de “La lección de anatomía
del Dr. Nicolaes Tulp”.
Cuando
se le pregunta si algún autor vivo es influyente en su trabajo no se refiere a
quienes suelen exponer en las grandes galerías del mundo, sino a uno cercano y
discreto, el pintor Roberto Carlos El Tan,
con quien comparte no sólo amistad, sino experiencias paralelas en el mundo de
los delirios.
Si
algo enciende la pupila en los cuadros de Larracilla, es también la economía
del color. En ellos no hay abuso de efectos policromáticos, ni se baten las
pinceladas a diestra y siniestra. Por el contrario, dosificarlo es una forma
de manifestar su intensidad en medio de
grises, negros y vacío. Es la constante lucha entre luz y sombra quien gobierna
los senderos de un mundo alterno y atemporal.
Los
protagonistas de su obra, como la luz, no son una yuxtaposición en el lienzo,
sino que emergen como un rastro de neblina o un delirio. No sabe uno en qué
momento aparecen ni cuándo se esfumarán. Cada cuadro recrea el instante preciso
en el que están y son luminosos. Es el preciosismo de la figura alterado por el
sueño, la pesadilla, el vuelo de los demonios o una bofetada de viento.
Como
escribió Bernardo Esquinca: Los
personajes que lo habitan —cubiertos por la segunda piel del payaso en su mayoría— parecen estar posando en espera de una mirada que los salve del tortuoso
letargo al que están conferidos. No buscan piedad sino complicidad: han
expuesto sus vísceras, sus zoológicos íntimos, su desnudez literal, deforme.
Por otro lado, Gustavo Aréchiga, lo compara con un cuadro de Van Gogh antes del
suicidio: “la obra de Carlos Larracilla
también está habitada por el rondar de pájaros negros”.
El
trabajo del artista plástico ha sido Premio Nacional de Pintura Atanasio Monroy
y el Premio Nacional de Pintura Janssen. Ha
expuesto en más de 60 exposiciones individuales y colectivas. A pesar de que la exposición,
venta y difusión del arte requiere deambular en ambientes sociales, Larracilla
reconoce en la soledad el alimento del proceso creativo y prefiere resguardarse
en el taller de Mezquitán, lejos de los perturbantes elogios y la vanalidad del
mercado. Ahí se está mejor, entre los gatos, y con el sol entibiando la
pelambre del mosaico.
(Texto publicado en la revista Papalotzi No. 29, Febrero-mayo de 2014, Guadalajara, México. Imágen: "El lente", Técnica Mixta sobre papel. Carlos Larracilla)