Hace unos días, la muerte de Ray Bradbury acaparó la atención de la comunidad literaria en todo el mundo. Tras el fulgor de la noticia permaneció la flama de otra muerte: el maestro Arturo Azuela Arriaga, ejemplar novelista que presidía el Seminario de Cultura Mexicana, sucumbió ante la enfermedad.
Arturo Azuela nació en 1938 en la Ciudad de México. Siempre se autonombró hijo de dos Santa Marías (Santa María la Ribera y Santa María de los Lagos), lugares en los que vivió durante la infancia y que tienen especial significado para la familia Azuela. Su espíritu humanista lo llevó a estudiar ramas del conocimiento diversas: música, matemáticas, ingeniería y filosofía de la ciencia. Dirigió varias instituciones académicas y viajó alrededor del mundo como investigador y catedrático. En 1973 publicó su primera novela, El tamaño del infierno, que lo consolidó en las letras mexicanas como un reformador del lenguaje y abrió el camino a una veintena de títulos más, entre novelas, ensayos y textos biográficos.
El día que lo conocí era yo un lector incipiente, de unos dieciséis años, ansioso de acercarme a los escritores como otro lo haría con un futbolista o con una actriz de cine. Cuando me enteré que el Ayuntamiento de Lagos de Moreno le había otorgado la presea Mariano Azuela pedí a un par de amigos que me acompañaran al teatro, pero ellos decidieron irse mejor al billar. Era mi oportunidad de conocer juntos a Alfonso de Alba, Alfredo Márquez Campos y Arturo Azuela, autores laguenses que ya conocía por sus libros, así que fui a sentarme solo en uno de los palcos.
Después de que el alcalde y el gobernador Cosío Vidaurri le colocaron la presea, Azuela pronunció su discurso de recepción con voz opaca y pausada, pero latente, en el que se refirió al espíritu creador de la capital alteña y a sus años de formación. Era un hombre fuerte, frondoso, de mirada ruda, pero con una sensibilidad impresionante, a quien fui y le di la mano después del evento, aún emocionado por sus palabras.
Con el tiempo, mi ingreso como Miembro Correspondiente del Seminario de Cultura Mexicana me dio la oportunidad de compartir con él varias actividades, tanto en Lagos, como en México y en Guadalajara. Nuestras charlas fueron siempre breves, pues regularmente estaba rodeado de amigos que lo tenían acorralado o lo apresuraban. Y cuando estaba solo era parco, limitado a observar más que a charlar. En público, por el contrario, era un conversador vehemente y podía tratar un tema por largo rato. Le apasionaba la música tanto como el Quijote (del cuál era experto) o narrar sus días en Lisboa y en Lagos tanto como la infancia en el kiosko de Santa María.
Fue el año pasado cuando tuve la oportunidad de saludarlo por última vez, en el Encuentro de Escritores de Salvatierra, donde ofreció una conferencia sobre Mariano Azuela, Yañez y Rulfo, los tres jaliscienses universales. Al final del evento, comiendo un delicioso pozole en los portales del Ayuntamiento, charlamos una vez más sólo un par de palabras, pues su fatiga era evidente. El hombre de roble que conocí en mi adolescencia se había debilitado y he pensado que esa noche en Salvatierra ni siquiera me reconoció.
Con la muerte, Arturo Azuela atiza la lumbre de su obra: una hoguera entre la ciencia y el arte, sin distinción de clase. El humanista se despide tal como concluye El tamaño del infierno: “las brechas no se acaban, siguen descubriendo cicatrices de difuntos, de vivos o de espectros”.