Hay una rica torta de duro de cerdo, popularizada entre los estudiantes de León (Guanajuato) hace unas décadas, ya que era un alimento económico para consumir entre clases. A ese tentempié se le conocía como “torta del estudiante”. Hoy tiene nombre de animal (quien sabe por qué): guacamaya.
Las guacamayas se andan emparentando con la torta ahogada de Guadalajara o con la defeña torta de tamal por su sabrosura y porque las podemos localizar en cualquier esquina. La receta se ha extendido de León a ciudades vecinas, como Silao, Guanajuato o San Francisco del Rincón.
Lagos de Moreno es hoy la sede jalisciense de las guacamayas y una especie de cuna underground, con su propia dinámica guacamayera. Hay, incluso, quien afirma (con más osadía que pelos de burra en la mano) que la receta salió de acá. Existe un corredor en la callejuela República, donde se venden las deliciosas guacamayas y sus parientes en primer grado: los duros enchilosos y las tostadas de cueritos, pues en esta ciudad los encurtidos son obra divina. Hay también carritos en la Calzada Pedro Moreno, en el Jardín del Panteón y en algunas esquinas de barrio. Para muchos laguenses, una dosis de este manjar es ritual los fines de semana y es imprescindible a quien pisa los dominios del alcalde jambarse una “bien enchilosa”.
En León sucede lo mismo, pero con malévola gracia; se acostumbra “bautizar” a los visitantes llevándolos a un puesto de guacamayas y dotándoles una que contenga escondido un chile habanero. Ellos sufrirán hartamente y terminarán en el w.c. con ardores al sur de su cuerpecito, pero sólo entonces se considerarán bienvenidos a la capital zapatera.
La guacamaya es un alimento rupestre, callejero, de hambreados oficinistas, crudos o domingueros. En los anales de la fast food será más canija que los macdonals, los quentoquis, las maruchans o las pizzajots, sencillamente porque es casera, accesible a toda hora y su receta luce al cheff menos agraciado. Basta con mandar al niño a que compre bolillos y duro delgado (o chicharrón) de puerco, mientras se prepara una salsa cruda con jitomate picado (de preferencia ese larguito que se conoce como saladet), chile de árbol debidamente martajado o molido, cebolla picada y una pizca de sal. Si uno quiere ser ortodoxo, habrá que dejar la salsa terriblemente picante.
La forma de preparación es de quinto de primaria: al bolillo se le abre una boca al costado, de modo que se asemeje a un pac-man, luego se le retira el migajón y se rellena con trozos de duro hasta dejarlo choncho. Hay que agragarle salsa al gusto (algunos preferimos tal cantidad que ablande el bolillo) y luego exprimirle jugo de limón. El resultado es para hacerse agua la boca, sobre todo cuando el hacedor tiene ya maestría.
Como todo platillo y a pesar de su sencillez, tiene sus variables y sazones múltiples: puede clasificarse en grados de picante, se le pueden agregar cueritos en vinagre, ya sean blancos o de duro, rebanadas de aguacate o hasta queso, según la exigencia del voraz comensal.
A mi me gustan las guacamayas del panteón. Las paladeo sentado en una jardinera y con una coca cola. Si hay suerte, de vez en vez pasa algún cortejo fúnebre mientras la salsa escurre, los árboles se mecen y la lengua comienza a arder.
Las guacamayas se andan emparentando con la torta ahogada de Guadalajara o con la defeña torta de tamal por su sabrosura y porque las podemos localizar en cualquier esquina. La receta se ha extendido de León a ciudades vecinas, como Silao, Guanajuato o San Francisco del Rincón.
Lagos de Moreno es hoy la sede jalisciense de las guacamayas y una especie de cuna underground, con su propia dinámica guacamayera. Hay, incluso, quien afirma (con más osadía que pelos de burra en la mano) que la receta salió de acá. Existe un corredor en la callejuela República, donde se venden las deliciosas guacamayas y sus parientes en primer grado: los duros enchilosos y las tostadas de cueritos, pues en esta ciudad los encurtidos son obra divina. Hay también carritos en la Calzada Pedro Moreno, en el Jardín del Panteón y en algunas esquinas de barrio. Para muchos laguenses, una dosis de este manjar es ritual los fines de semana y es imprescindible a quien pisa los dominios del alcalde jambarse una “bien enchilosa”.
En León sucede lo mismo, pero con malévola gracia; se acostumbra “bautizar” a los visitantes llevándolos a un puesto de guacamayas y dotándoles una que contenga escondido un chile habanero. Ellos sufrirán hartamente y terminarán en el w.c. con ardores al sur de su cuerpecito, pero sólo entonces se considerarán bienvenidos a la capital zapatera.
La guacamaya es un alimento rupestre, callejero, de hambreados oficinistas, crudos o domingueros. En los anales de la fast food será más canija que los macdonals, los quentoquis, las maruchans o las pizzajots, sencillamente porque es casera, accesible a toda hora y su receta luce al cheff menos agraciado. Basta con mandar al niño a que compre bolillos y duro delgado (o chicharrón) de puerco, mientras se prepara una salsa cruda con jitomate picado (de preferencia ese larguito que se conoce como saladet), chile de árbol debidamente martajado o molido, cebolla picada y una pizca de sal. Si uno quiere ser ortodoxo, habrá que dejar la salsa terriblemente picante.
La forma de preparación es de quinto de primaria: al bolillo se le abre una boca al costado, de modo que se asemeje a un pac-man, luego se le retira el migajón y se rellena con trozos de duro hasta dejarlo choncho. Hay que agragarle salsa al gusto (algunos preferimos tal cantidad que ablande el bolillo) y luego exprimirle jugo de limón. El resultado es para hacerse agua la boca, sobre todo cuando el hacedor tiene ya maestría.
Como todo platillo y a pesar de su sencillez, tiene sus variables y sazones múltiples: puede clasificarse en grados de picante, se le pueden agregar cueritos en vinagre, ya sean blancos o de duro, rebanadas de aguacate o hasta queso, según la exigencia del voraz comensal.
A mi me gustan las guacamayas del panteón. Las paladeo sentado en una jardinera y con una coca cola. Si hay suerte, de vez en vez pasa algún cortejo fúnebre mientras la salsa escurre, los árboles se mecen y la lengua comienza a arder.
Colaboración para el semanario El Cartón.