4.5.24

Corazón de metralleta, de Pedro Valderrama

 


Desde hace años, Pedro Valderrama Villanueva (Tijuana, 1973) viene construyendo una trayectoria sólida como investigador de la literatura en nuestro estado, pues ha publicado trabajos de interés no sólo para académicos y autores, sino para el lector común, tales como:  Arturo Rivas Sainz. Crítica: ensayos y reseñas (2006), El perímetro de la hoja. Las revistas literarias de Guadalajara (1991-2000) (2007), Dispersiones. Textos sobre literatura jalisciense (2011), Detonación. Contra-Cultura (menor) y el movimiento fanzine de Tijuana (2014), En la orilla del tiempo: antología de poetas jaliscienses nacidos entre 1967 y 1979 y La palabra inacabada. Textos sobre literatura contemporánea de Jalisco (2022), entre otros libros. Además, es poeta, periodista, editor, docente y miembro del Seminario de Cultura Mexicana, Corresponsalía Guadalajara.

    Una de sus obras más recientes es Corazón de metralleta. Breve historia del movimiento poético y editorial de Guadalajara (1971-1990), investigación publicada por Keli Ediciones, que nos permite identificar no sólo la producción literaria de este periodo, sino sus antecedentes e impacto en las décadas posteriores, así como autores, grupos, talleres literarios y aparato crítico. El mismo autor lo define como un “periodo marginal, punk, periférico, disidente”, pues se recrea en años de transformaciones decisivas para el arte, con propuestas generadas a ras de suelo, como resistencia al status quo o desde la ruptura. La literatura, y en especial la poesía, se ejerció con plenitud en los movimientos políticos y sociales de la juventud setentera y ochentera, aliada, además, a las artes gráficas o al rock, entre otras manifestaciones culturales.

    Corazón de metralleta se divide en cinco capítulos que nos orientan de manera cronológica. Primero, establece los antecedentes de la literatura jalisciense a partir de las primeras publicaciones impresas, en el siglo XIX, hasta bien entrado el siglo XX con sus diversos autores, obras y aportaciones, además del movimiento que se gestó en el rock y en la literatura de la onda. El Capítulo II se centra en el movimiento poético y editorial de Guadalajara en los años setenta, con énfasis en algunos poetas protagonistas de la época, la Generación del 54, los poetas disidentes y los primeros talleres literarios en la capital tapatía. El capítulo III lo dedica a las publicaciones literarias en los años setenta, algunas poco conocidas, desde Papeles al sol hasta Peñola. El cuarto capítulo del libro se centra en la literatura durante los años ochenta y, finalmente, el quinto capítulo describe las distintas publicaciones periódicas que aparecieron en este último periodo, desde Campo abierto hasta Alimetrías.

    El libro no sólo muestra un panorama completo de esas dos décadas, sino que es un detallado ejercicio de indagación, interpretación y reflexión crítica a partir de los autores y sus obras. Coincido con Celia del Palacio, quien en el prólogo del libro expresa las limitaciones para acceder a documentos y datos relacionados con el tema; sin embargo, se sobrepone el oficio y la perseverancia de Pedro para rastrear, recuperar y presentarnos libros, plaquettes, revistas o fanzines, los cuales no sólo están dispersos en archivos y bibliotecas públicos o particulares, sino que incluso algunos deben tener un acceso pedregoso o están desaparecidos.

    También debemos reconocer en nuestro investigador la honestidad al referirse a Guadalajara y no a Jalisco como objeto de esta investigación, pues no hay afán de abarcar un campo aún desmembrado, como suelen aventurarse otros investigadores. Si bien, el núcleo cultural y literario del estado se concentra en la zona metropolitana, hubo y hay autores y grupos dignos de interés en otras ciudades y regiones que suelen pasarse inadvertidos desde el centro y se requeriría una labor más compleja para indagar y procesar su aportación a la literatura jalisciense. Lo cierto es que Corazón de metralleta es una obra disciplinada y pormenorizada que contribuye a construir una aproximación a esa literatura “estatal”, pues, reitero, cada región y época tiene particularidades que la vuelven heterogénea.

    Otro acierto del libro es que, aunque se trate de un periodo relativamente corto, dos décadas, el umbral de impacto para nuestra literatura es muy amplio y tiene intrincados lazos con movimientos literarios en otros lugares del país, donde también abrevaron algunos de los autores tapatíos. Por otra parte, reconoce asimismo que del cúmulo de escritores que participaron en las publicaciones de la época, algunos se perdieron y no lograron consolidarse.

    Es este, pues, un libro digno de consulta, que nos ofrece la perspectiva, anteriormente fragmentada, de una Guadalajara siempre viva para las letras, de la cual han surgido narradores, poetas, dramaturgos y ensayistas fundamentales, dignos de releerse. Una generación que abrió rutas para quienes llegaron en la década de los noventa y para quienes aún construyen esta literatura local (y al mismo tiempo universal), en un acto que el mismo Pedro Valderrama reconoce como “la palabra inacabada”.



8.1.24

Los fracasados de Mariano Azuela: un recorrido histórico por Lagos de Moreno de finales del siglo XIX a principios del XX

 

Fue un placer cerrar el 2023 con la recepción de este libro en el que José Espinosa Limón ha vertido silenciosamente varios años de trabajo, reuniendo y procesando información de bibliotecas, archivos y repositorios, mediante un riguroso trabajo de campo y de gabinete. Los fracasados de Mariano Azuela: un recorrido histórico por Lagos de Moreno de finales del siglo XIX a principios del XX se une hoy al patrimonio documental de Lagos de Moreno, pues no sólo revela datos que permanecían en la sombra, sino que abre nuevas líneas de investigación sobre nuestra región.

Se trata de una reflexión exhaustiva que realizó Espinosa Limón partiendo de una obra de ficción, Los Fracasados, para recuperar parte de la memoria histórica, social y política de Lagos de Moreno en un periodo que nutriría la potente obra de Mariano Azuela y lo convertiría en el novelista mexicano más relevante de la primera mitad del siglo XX. Es un análisis sobre el contexto en el que se gestó esta obra literaria y el poder testimonial que puede representar la narrativa en el imaginario colectivo.

Si bien, Los fracasados (1908) no alcanzó la fama de las obras posteriores de Azuela, es una novela de transición, escrita in situ por el entonces joven médico de pueblo, aún sin la etiqueta de la “revolución”, pero superando el naturalismo de María Luisa, la cual había sido publicada apenas un año antes y escrita en la década anterior. Como lo señala Rogelio López Espinoza en el prólogo, y refiriéndose a Azuela, Los fracasados es “producto del análisis y la observación de la asfixiante sociedad laguense en la cual se desenvolvía”. Quizá por eso encubrió el nombre de la ciudad por el de Álamos del Sagrado Corazón, apelativo que también enuncia el ambiente religioso de entonces.

Acostumbrados a las reseñas que nos hablan de una relativa paz en la primera década del siglo XX laguense, este libro confirma que no era así, sino que anidaban las evidentes hipocresías de una ciudad pequeña, motivadas por esa inevitable convivencia de sus habitantes, quienes no podían desprenderse unos de otros a pesar de cualquier diferencia ideológica o socioeconómica. Era vigente la tensión entre liberales y conservadores, entre el poder clerical y el oficial, entre clases dominantes y oprimidos…

A lo largo de estos seis capítulos documentados con cuidado y la reflexión que hace de la obra de Azuela y su entorno, Espinosa Limón enfatiza la preocupación del novelista por una narrativa verídica, en la que subyacía una identidad colectiva.  Para ello, el novelista utilizó episodios, expresiones y escenarios locales, así como personas reales para construir sus personajes, como es el caso del párroco Gregorio Retolaza o de su amigo el poeta José Becerra, encarnados en la novela por el cura Cabezudo y el licenciado Reséndiz, respectivamente.

Escribe José que “si tuviéramos que definir el tema principal en la novela de Los fracasados de Mariano Azuela en un sentido histórico, éste sería sin duda alguna el de las relaciones existentes entre sociedad, Iglesia y autoridades políticas en una pequeña ciudad de Jalisco como lo era Lagos de Moreno a principios del siglo XX” (pag. 117). Es por eso que dedica uno de sus capítulos a relatar el conflicto político y religioso sucedido en 1905 en Lagos y que dio elementos para el argumento de la novela, no sólo como prueba de que las pugnas del siglo XIX permanecían vigentes, sino que en cualquier momento podrían estallar a mayor escala, como sucedió efectivamente en la revuelta cristera, dos décadas después.

Por otro lado, y paralelamente a cualquier conflicto, José muestra los méritos de dicha sociedad en su búsqueda de “progreso” y “modernidad” material y cultural, y en algunos de los capítulos se refiere a varios referentes de orgullo laguense en la novela, como lo fueron el ferrocarril, el tranvía, la fábrica “La Victoria”, las obras del Padre Miguel Leandro Guerra o el teatro José Rosas Moreno, entre otros. Si bien, no son elementos fundamentales para la trama de Los fracasados, constituyen los anhelos de una sociedad en movimiento que buscaba renovarse, y construir sus propios equipamientos, infraestructura urbana y servicios públicos, aún con las desigualdades y precariedad de la pequeña provincia frente al centralismo de las capitales.

Finalmente, hace hincapié también en los diversos intentos separatistas que desde Lagos de Moreno se promovieron durante varias décadas, con el interés de formar un nuevo estado, y que fueron (y son) un síntoma de un permanente acento autónomo e inconformidad en los laguenses con relación a Jalisco.    

Con este libro, José Espinosa Limón ratifica el valor social que la narrativa de Mariano Azuela nos ha heredado y la relevancia de Los fracasados con respecto a la personalidad de Lagos de Moreno. A partir de hoy, debemos seguirle la pista a nuestro joven investigador y esperar nuevos retos, con libros como el que hoy presentamos, no concluyentes, sino que abren nuevas vertientes de investigación sobre nuestra identidad.


27.7.23

Habitaciones furtivas, de Silvia Quezada

 



Rebeca Uribe fue una poeta nacida en Sayula, Jalisco, en 1911. Su obra es apenas conocida, pero alcanzó madurez a su temprana y aún intrigante muerte en la Ciudad de México, cuando apenas contaba con treinta y ocho años de edad. La justicia y la literatura tienen una gran deuda con esta autora, quien no sólo reveló una personal perspectiva literaria, sino que también confrontó las asperezas de un entorno adverso para la mujer. La muerte llegó como presagio en uno de sus versos: Vestida de brumas vino / la muerte-niña hasta el lecho. / Sus ojos, gotas de fronda, / cabezales de ensueño.

Sin duda, es la doctora Silvia Quezada quien con mayor entusiasmo y rigor ha estudiado la vida y obra de esta poeta, pues ya con anterioridad publicó dos libros alusivos: Máscara sin fortuna. Rebeca Uribe (H. Ayuntamiento de Guadalajara, 1997) y Toda yo hecha poesía: Rebeca Uribe: un estudio biográfico (Seminario de Cultura Mexicana, 2013). La doctora Quezada se destaca por una consistente trayectoria como académica, investigadora, ensayista y conferencista; sin embargo, tiene también un libro de narrativa, Gris de lluvia (2013), y ahora decidió incursionar en la novela con Habitaciones furtivas (2022), proyecto seleccionado por el Consejo Estatal Para la Cultura y las Artes en Jalisco (CECA).

Habitaciones furtivas lleva a la ficción la vida de Rebeca Uribe y se construye en episodios ligeros, disfrutables, enlazados por medio de analepsis y cambios de narradores. Si bien, la protagonista de la historia es Érika Mondragón (Uribe), hay un mosaico de personajes (Ana Fénix, Samuel, Úrsula, Adán Vizcarra…), escenas y tiempos que proveen una lectura dinámica. Sin abusar de los recursos literarios, más bien dosificándolos a lo largo de la trama, la autora ofrece una novela placentera, sin solemnidad, pero con respeto a la tragedia de Mondragón y con el rigor que exige una aproximación honesta a la realidad histórica.

Hay, además, una historia paralela, protagonizada por Marcela Cervantes, quien vive en los años ochenta y un día se encuentra frente a tres intrincados problemas: quitarse de encima el matrimonio con un hombre miserable, su interés por el estudio de las letras y la búsqueda de pistas sobre la muerte de Érika Mondragón, a quien descubrió por medio de un libro que estaba a punto de irse a la basura. Si bien, indicios autobiográficos en la historia, al final estamos frente a una obra de ficción, donde el arco de cada personaje traza con autonomía un rompecabezas donde cada pieza fortalece el hilo conductor.

            A lo largo de la novela, se recrean paralelamente los años cuarenta y ochenta del siglo pasado en la Ciudad de México y en Guadalajara, entramando lugares, episodios y postales que nos ofrecen no sólo un retrato de ambas protagonistas, sino del país, con sus complejidades sociales y políticas, sus ajustes de cuentas y su maltrecho sistema judicial. Otro mérito de la novela es que deja abiertos los cabos de la realidad y siembra dudas a los lectores mediante una narrativa que se reconstruye permanentemente, como la vida misma, cuya complejidad suele tener diversos nudos, pero sus desenlaces tienden a perderse en rutas que nunca llegan a cerrar.

Habitaciones furtivas no busca complacer al lector o generarle una empatía forzada con las protagonistas, sino presentar el velo que mantiene aún en tinieblas los días finales de Erika Mondragón y el hermetismo con el que su caso fue tratado por la autoridad, con lo cual se cubre un último acierto del libro: la denuncia sobre el feminicidio y un sabotaje permanente a la justicia. Invitados a leer esta excelente novela.  


11.6.23

Ramaje de sangre, de Alejandro Franco

 


En un “Arte poética”, Jorge Luis Borges insta a “mirar el río hecho de tiempo y agua / y recordar que el tiempo es otra agua”, como el objeto que es y deja de ser al instante, un cauce que no lleva la misma agua ni se sujeta del mismo espacio temporal, pues la naturaleza, en su inasible belleza, no reconoce la perennidad. Lo más que podemos hacer es detenerla en una instantánea o sujetarla por la fuerza en un verso.

Esta encomienda borgiana es uno de los aciertos que encuentro en uno de los libros que tengo en el buró desde hace tiempo: Ramaje de sangre (Ediciones El Viaje, 2021), escrito por el tapatío Alejandro Franco, quien ya antes había publicado Tu rostro sin ti (Acento Editores, 2019), con buena recepción de los lectores.

Sucede que Alejandro Franco construye la sustancia poética de este libro a partir de la naturaleza en movimiento, pero no la del vértigo, sino aquella de sutiles vibraciones que habitan en el árbol, en el vuelo de las aves, en la oscuridad de la noche o en el brillo de las estrellas. Estos elementos son, por sí mismos, la materia que nutre un acto de escribir con todos sus padecimientos y angustias, llevando esas vibraciones al papel con paciencia monástica y silenciosa, como en los siguientes versos:


El tiempo humea y se detiene

en la imagen que capturo

También le doy un sorbo, está caliente  


En el casi medio centenar de poemas de este libro, andan las aves como pobladores recurrentes que aparecen de pronto entre las ramas y el follaje, en algún verso o en el paisaje que sostiene el poema, al igual que las aguas nuevas que hacen cambiar de rostro del río. Es un andamiaje entre el árbol y el papel donde el sujeto escribe y se escribe a sí mismo. Aquí las atmósferas tienen un escenario, pero parecen no tener tiempo, sino un presente delgadísimo, sostenido únicamente por la palabra. Por eso, en cuanto el poeta abandona el paisaje, se desmorona la escena.

Por supuesto que a lo largo de estas páginas también se pueden leer preocupaciones humanas sobre la soledad, el amor, la violencia o la fragilidad de la vida. Como bien lo señala Laura Solórzano en el prólogo, la escritura y sus derivados “son también los vehículos para llegar a otros temas siempre fundidos con el lenguaje”.  Las aves y el individuo habitan con sus dudas y certezas entre las sombras del ramaje, como en las tinieblas de la noche, y desde ahí describen su mundo.

Finalmente, es importante destacar la figura del árbol como insignia en Ramaje de sangre, pues no es sólo una referencia, sino que sostiene buena parte del libro y representa una analogía con el papel donde reverdecen los poemas. El árbol, sosteniendo su microcosmos con vigor y al mismo tiempo consciente de su fragilidad:

 

Cuando el árbol envejece

exhala un último frescor impregnado

por arrullos que elaboran su nido

con los restos del ocaso

Se le desprenden ramas, como brazos lánguidos

y las hojas se vuelven

un agudo rumor de sobrevivencia.

 

En Ramaje de sangre, Alejandro Franco apostó por una poética sostenida con temple, sin violentar el poema con protagonismos ni abordar los temas de moda con la premura de otros autores. Y en ese riesgo, logró una obra uniforme, discreta, como una hoguera que no se consume en la gran llamarada, sino en el calor de las brasas, esas que también hieren y suelen sangrarnos lentamente.


22.1.23

Prueba de resistencia, de Bladimir Ramírez


 

El pasado 21 de noviembre, en la ciudad de Aguascalientes, el escritor Bladimir Ramírez (Zapotlán, 1996) recibió el Premio “Salvador Gallardo Dávalos” por el libro Prueba de resistencia (Paraíso perdido, 2022). Una vez más, como ha sucedido en los años recientes, el sur de Jalisco escala en la literatura mexicana con una generación de autores que están contribuyendo a renovar la narrativa y la poesía, como sucedió hace setenta años con Rulfo y Arreola. Bladimir se suma a nombres que destacan hoy, como Hiram Ruvalcaba, Ricardo Sigala, Alejandro Von Düben, Octavio Hernández, José Luis Vivar o Mar Pérez, entre otros.  

         Prueba de resistencia reúne 20 cuentos sobre la vulnerabilidad del niño o el adolescente que despierta a la sexualidad y al homoerotismo. Describe la violencia de género que sufre en su primer acercamiento a las relaciones de pareja, regularmente (o puedo decir siempre) en un contexto adverso y hostil, encarnado en esos escenarios que supuestamente protegen al individuo y deben estimular su desarrollo afectivo: la escuela y el hogar. Si bien, algunas obras de la literatura mexicana ya habían tratado ese despertar, Prueba de resistencia lo asume con madurez desde la perspectiva homosexual, la cual estuvo latente en nuestra literatura, pero se evadía hasta hoy.

La mayoría de los cuentos, como señalé anteriormente, se ambientan en la secundaria, ese pequeño infierno donde los personajes enfrentan una disciplina inequitativa por su personal instinto de amar y reconocer en la piel del amigo su identidad. La burla, el acoso y la violencia de todo tipo son actos recurrentes y lapidarios que sólo alientan un sentido de culpabilidad o baja estima. Cito tan sólo una línea del libro: “él estaba llorando mientras toda la secundaria se reía”.

En ciertos momentos, la culpa es el castigo mismo y en otros ni culparse es apropiado, como en el cuento “La venganza de las abejas”, donde Erik, incapaz de sostener una humillación que sufren él y Santiago, arremete contra un panal de abejas: “fue por culpa de las abejas que nosotros nos separamos. Fue por culpa   de las abejas que tuvimos que aprender a estar solos, sin el otro, solos de verdad, solos por primera vez.”

El despertar de los instintos eróticos es interrumpido en todo momento por la familia y las “buenas” costumbres, así como por un contexto que no dispensa las tentaciones de los protagonistas y termina por someterlos al desprendimiento, al castigo o la humillación pública. Para ello, y en semejanza con la realidad, cada cuento presenta personajes que, premeditadamente o no, interrumpen el acto de amar y construyen ese gran antagonismo en el libro: y pienso en Daniel, el pendenciero del salón; en Sofía, la prima inoportuna; en Martín, el chismoso de la escuela; y hasta en la trabajadora social y la directora de la secundaria, autoridades que aplican juicios precipitados y sancionan con la mano en la cintura para restaurar la “normalidad”.

Hay que advertir que, frente a la tragedia, el libro no es un lamento, ni siquiera una denuncia, sino un acercamiento sigiloso a la intimidad, un zoom a la experiencia del adolescente. Al narrarse en primera persona, los protagonistas conservan dicha intimidad y exhalan sus deseos con franqueza, logrando inmediatamente una empatía con el lector, con tal eficacia que daría envidia a cualquier cuentista. El lector, entonces, se apropia de los quehaceres de los personajes, de sus dudas y pesares, placeres y asombros.

Esta capacidad narrativa de Bladimir, acredita su oficio y cuidado al escribir. Además de una economía de recursos en Prueba de resistencia encontramos un humor jaspeado, no ese humor grotesco que pretende inundar las páginas a carcajadas o hacer derroche en la vulnerabilidad de los personajes, sino el de pequeñas dosis, a ratos imperceptible. Además, también suaviza la adversidad con pequeños triunfos, como la expulsión de Daniel (el niño bravucón de la escuela), el ataque al panal de abejas, o el gol del Gargajo que dio el campeonato de futbol a su equipo: “Nunca antes me sentí tan querido. Cuando me cargaron, me arrojaron varias veces al aire; una red de manos me atrapaba, me rodeaba, me poseía. Sentí muchas manos en las piernas, en los muslos, en las nalgas, en cada parte de la espalda. Ese era el verdadero trofeo.”

Prueba de resistencia es un libro para el goce, un acto tan necesario en nuestra literatura. 

15.4.22

El sitio de fundación de Santa María de los Lagos

Entre los siglos XV y XVIII, la corona española estableció, desarrolló y perfeccionó una serie de criterios para la localización geográfica de nuevas ciudades en el llamado Nuevo Mundo. Estos criterios dependían de la función, jerarquía, accesibilidad y condiciones del territorio a ocupar, tales como la dominación del territorio, la existencia de asentamientos indígenas, el acceso al abastecimiento de agua y materiales de construcción, un clima agradable, terrenos para cultivo o explotación forestal y un adecuado emplazamiento de defensa, entre otros.

      Para homogenizar la elección del lugar y trazado de las ciudades se establecieron lineamientos comunes, específicamente en el Libro IV de las Leyes de Indias, promulgadas en 1533 y, posteriormente, en las Ordenanzas de Descubrimiento, nueva población y pacificación de las Indias, dadas por Felipe II en 1573. Estas ordenanzas se aplicaron según el interés que las administraciones locales tenían sobre cada territorio ocupado.       

        La empresa colonizadora en América, sobre todo en el siglo XVI, fue colosal, pues emprendió simultáneamente poblar los territorios descubiertos y explotar su riqueza en beneficio de la corona, además de garantizar la permanencia de la “civilización” española por medio del control político, militar y religioso. Según Porfirio Sanz Camañes, entre 1522 y 1573 “la política fundacional española alcanza su máximo apogeo, con la fundación de cerca de 200 ciudades”[1] con funciones variadas: político-administrativas, agrícolas, ganaderas, artesanales, mineras, portuarias, comerciales, religiosas, militares o culturales.


El acto de fundación de una ciudad estuvo muy relacionado, por lo general, con el mantenimiento y control de la posesión de la región circundante. Las fundaciones solían obedecer a dos patrones, bien para ocupar una región o bien para confirmar los territorios ocupados, con términos jurisdiccionales extensos e imprecisos que en ocasiones llegaban hasta los lindes de las tierras conocidas.[2]

El virreinato de la Nueva España, en su proceso de expansión y urbanización, estableció una red de asentamientos y caminos para facilitar el tránsito de minerales, especialmente en la mesa central. Una vez que se descubrieron las minas de Zacatecas, en 1546, se consolidó el “Camino de la plata” hacia la Ciudad de México, primero por veredas poco definidas y luego por una ruta que con el tiempo se llamó Camino Real de Tierra Adentro, pero siempre con el riesgo de cruzar parajes asolados por los nativos, quienes llegaron a boicotear el paso de la plata con encono.

      Como lo comenta Carlos Gómez Mata, “la obligada construcción del ramal de tierra adentro” se efectuó “habiendo partido por la mitad el corazón del territorio de los Chichimecas, en abierto desafío a las feroces huestes guerreras de cuachichiles, xiconaquis, custiques y tecuexes, principalmente”[iii]. Esta situación derivó en constantes asaltos, robos y secuestros por parte de los nativos, quienes se consideraban herederos del territorio, en una tradición que se remonta al Horizonte Clásico de la datación precolombina.

       Por supuesto que las acciones beligerantes no fueron privativas de estos pueblos, sino también de los españoles, quienes en una ambición desmedida por extenderse y saquear las riquezas de los centros mineros cercanos (Zacatecas, Comanja y Guanajuato), emprendieron una “pacificación” por medio de las armas y una permanente intimidación de sus adversarios por diversos medios. El mismo Hernando de Martel, fundador de Lagos, en su juicio de probanza de méritos señaló haber tomado más de mil quinientas “criaturas” de los indios y entregarlos a personas españolas para que “las industriasen en nuestra santa fe católica”.

      Uno de los parajes más peligrosos era entonces el valle de Pechititán y sus alrededores, donde hoy se asienta Lagos. Era imposible la tregua entre nativos y españoles en un sitio con abundancia de agua, fertilidad de la tierra y una topografía que permitía el tránsito a los cuatro puntos cardinales. Había sido explorado hacia 1530 por el capitán Pedro Almíndez Chirinos, con el fin de reconocer los territorios que conformarían la provincia de Nueva Galicia. Sin embargo, tres décadas después las hostilidades seguían.

Por lo anterior, la Audiencia de Guadalajara, ordenó a Hernando de Martel, Alcalde Mayor de Teocaltiche, la fundación de la villa de Santa María de los Lagos para proteger los intereses de la corona. El 31 de marzo de 1563 se llevó acabo el protocolo de fundación y un mes después, el 3 de mayo, se levantó el Auto de posesión de la villa, en la que el escribano Juan de Arrona consignó el trazo del asentamiento a partir de una cruz en el centro de la plaza.

      Las condiciones geográficas y climáticas para el nuevo asentamiento eran inmejorables, especialmente por la abundancia de agua. La misma Audiencia señaló “que se haga y edifique y pueble un pueblo de españoles en los llanos de los Zacatecas en un sitio que es cerca de unas lagunas que hay que se llaman Los lagos, el cual pueblo se ha de llamar Santa María de los Lagos…”

El nombre de Los lagos fue adoptado porque en las primeras exploraciones se pensó que existían varios vasos lacustres. Salvo por la laguna de San Juan Bautista, hacia el norte de la villa y en la zona baja del valle, lo que realmente existían eran manantiales y ciénegas. Parte del territorio se anegaba durante ciertos periodos del año, semejando lagunas. Para una región semiárida, dicho territorio y la cuenca del río debieron ser un paraíso. Además, se garantizaba el abasto de agua doméstica dada por el río Lagos y por la facilidad para construir pozos artesianos y norias, debido a que los mantos freáticos en el valle y en las cercanías del río estaban a flor de piel. Alonso de la Mota y Escobar describe el paisaje

 

El sitio de esta villa es el mejor de este reino; cae en tierra llana y tiene dos ríos caudalosos por la parte oriente de que bebe todo el pueblo. Es de temple muy sano, fresco y apacible, aunque falto de leña por no tener en muchas leguas alrededor montaña. Hacia la parte del sur hay unos grandes humedales y ciénegas que tienen todo el año mucho y buen pasto…”[iv]

Esas áreas fértiles permitieron cultivar la tierra con granos básicos, hortalizas, especies frutales y forrajes; otras fueron aprovechadas para el ganado y pastoreo. Además, en esa época el real de las minas de Comanja aportaba otro tipo de explotación y riqueza que mantuvo el interés de la Audiencia por el territorio.

            Por otra parte, el emplazamiento de la villa, entre el río y la serranía, permitió dominar visualmente el valle. El cerro de la Calavera, donde hoy se localiza la parroquia del Calvario, disponía una vista despejada para otear hacia el sur, pero también hacia las mesetas del poniente, oriente y norte, donde se perdía el camino de la plata. La orografía, por tanto, fue fundamental en la defensa de la villa y de los caminos.  

El río Lagos tenía un caudal irregular, según la temporada del año, por lo que fue un factor decisivo en el diseño de la traza y la casa fuerte. En temporales altos solía desbordarse y los conductos de plata quedaban varados hasta por semanas. Su confluencia con el arroyo del Guaricho constituía un borde natural, ideal para construir la defensa. Por tradición se ha señalado ese sitio como el lugar exacto del baluarte, aunque por las condiciones topográficas e hidráulicas es posible que tuviera edificación en ambas márgenes del río, asegurando no sólo el paso del río sino la defensa de la villa española y resguardo en ambas márgenes, al menos con garitas o muros contrafuertes para salvar la villa de inundaciones y asaltos de los nativos. Es extraño que tuvieran que pasar tres siglos para la construcción de un puente digno para sortear el cauce.

         Tampoco hay certeza del sitio en el que existió la primera cárcel. En la agonía de la colonia, en 1792, José Méndez Valdés, escribió que la villa de Lagos tenía “cárcel muy mala, situada a las márgenes del río con el mismo nombre, y expuesta al rigor de las crecientes que toma en abundancia las aguas, cuyo paso es peligroso en tiempo de ellas…”[v] Por lo tanto, podría inferirse que el baluarte (o casa fuerte), el presidio y la cárcel, en el caso de Lagos, pudieron formar parte de una misma edificación, sobre todo si consideramos que con el número de vecinos y la premura por contar con los equipamientos básicos en el primer siglo (iglesia, cárcel, presidio, baluarte, casa de gobierno, trojes…) era evidente levantar una arquitectura multifuncional que con el tiempo se fue diversificando en el mapa y en la calidad constructiva.   

La traza a regla y cordel partió a una distancia aproximada de 200 varas del río (lo cual garantizaba que al menos las inundaciones no llegaran hasta la plaza), con calles en damero a los cuatro vientos, posiblemente con las 25 manzanas que se planteaban por tradición en las ciudades de la América hispana y que se institucionalizaron en las Ordenanzas de Felipe II una década después. Estas manzanas albergaron la iglesia, la casa de gobierno, los solares de los vecinos y sus respectivos huertos. Según Hugo Reyes García, las casas de los primeros vecinos “seguramente estaban hechas, en ese momento, de morillos y zacates, ya que don Hernando de Martel estaba apremiando a la audiencia de Guadalajara a que le concediera indios para hacer casas de terrado…”[vi]

El primer siglo de la villa fue de penurias y con un crecimiento limitado, corriendo el riesgo de despoblarse en algún momento. La bonanza del lugar no garantizaba seguridad ni futuro, pero con el tiempo y la resistencia de sus pobladores logró consolidar una de las villas más prósperas del virreinato. Se incorporaron barrios de indios, llegaron las órdenes regulares a fundar conventos, se construyeron estancias, pueblos de indios con ascendencia tlaxcalteca, obras de infraestructura, edificios a cal y canto, equipamientos y una identidad propia que fueron consolidando el futuro de este baluarte en un valle prodigioso.■

 


[1] Sanz Camañes, Porfirio (2004). Las ciudades en la América Hispana. Sílex Ediciones. Madrid, España. Pag. 28.

[2] Sanz Camañes, Porfirio. Op. cit.Pag. 26.

[iii] Gómez Mata, Carlos (2006). Lagos indio. Universidad de Guadalajara. Pag. 33.

[iv] De Alba, Alfonso () Antonio Moreno y Oviedo y la Generación de 1903. Biblioteca de Autores Laguenses. Pag. 80

[v] Descripción y censo general de la Intendencia de Guadalajara 1789-1793. (1980) Gobierno del Estado de Jalisco.

[vi] Reyes García, Hugo (1998) “Historia urbana de Lagos de Moreno”, en La ciudad en Retrospectiva. Luis Felipe Cabrales barajas y Eduardo López Moreno (compiladores). Universidad de Guadalajara. Pag. 249. 

21.2.21

Convivir en el suburbio

 

(Fotografía: Metascopios. Revista de arte y cultura)

Ahora que esperamos el “fin” de la pandemia, se nos hace tarde volver a las calles y retomar con entusiasmo el espacio público, sin cintas en los parques ni cubrebocas, además del anhelo (dicen algunos) de “abrazarse” y recuperar un paraíso supuestamente perdido, donde alguna vez fuimos “normales”.  Se precisa recuperar dinámicas urbanas que favorezcan la convivencia en sociedad y vuelvan generosos esos espacios públicos.

Sin embargo, vivir la ciudad no es únicamente recorrerla en auto los sábados por la noche, de antro en antro y de beso en beso, sino habitar sus parques, acudir al teatro y a las exposiciones de arte, consumir en mercados y establecimientos locales, ser productivos en el centro de trabajo, utilizar los escenarios deportivos, restaurantes y loncherías; pero, sobre todo, enfrentar y sanear las relaciones humanas con quienes comparten una célula fundamental que puede dar nueva cohesión, identidad y seguridad (ahora más que nunca) a nuestra vida en comunidad: el barrio o la colonia.

Pero, si en la ciudad tiene su complejidad esa convivencia ¿puede esto activarse en los fraccionamientos de los suburbios, esos novísimos centros de concentración que se han desarrollado en la anarquía, con promesas de un buen porvenir que nunca llega y una indiferencia hacia y entre sus habitantes?

Si bien, los suburbios aún requieren años para consolidarse, es imprescindible proyectar en ellos espacios de convivencia, consumo y recreación que estimulen lazos entre sus habitantes. Se procura garantizar las obras de urbanización mínimas y la dotación de servicios básicos, pero los equipamientos y áreas recreativas suelen esperar. Las áreas de cesión para equipamientos urbanos permanecen como lotes baldíos durante años: es su polvoriento destino. Bien podrían ser tomadas por los comités vecinales y no dejarlas al amparo de la autoridad, para construir canchas deportivas y espacios dónde celebrar una verbena, un cine club o un tianguis interno. Es fundamental tamizar la interacción de la comunidad con proyectos y actividades que aniquilen ese horrendo concepto de “ciudad dormitorio” que nos dejó el siglo XX, porque los centros urbanos no deben tener una vocación tan limitada. Recuperar, sin añoranzas sentimentales, el modelo de convivencia que nos ofrecían en los barrios el campo de futbol o la tiendita de la esquina, hoy sustituida por el frío Seven Eleven.

Aquel concepto romántico de la suburbia estadounidense que se intentó adaptar para México, donde el futuro sería de plenitud y confort, sólo ha dado como resultado un lamentable regadío de fraccionamientos en las periferias de las ciudades, alentado por instituciones de vivienda y promotores, cuya oferta de bienestar responde a fines mercantiles y no al ordenamiento territorial. Habitar el fraccionamiento allá en el páramo se convirtió en un pesar, con viviendas deficientes, vicios ocultos en las obras de infraestructura y un grave costo para la movilidad urbana, pues lejos de resolver un problema de comunicación, alejó a los habitantes de equipamientos, servicios y centros de trabajo, convirtiendo al automóvil en su cordón umbilical y a las carreteras en territorios cada vez más lentos e inseguros.

Los fraccionamientos que en un momento fueron promisorios ahora enfrentan graves problemas de descomposición urbana y social, donde buscar la convivencia es regularmente faraónica. Por ejemplo, en los fraccionamientos de Tlajomulco, Jalisco, se calculan más 70 mil viviendas sin habitar, algunas abandonadas definitivamente por sus dueños y otras desmanteladas por los mismos vecinos. Estos huecos físicos generan también huecos de cohesión e identidad que se deben atender con urgencia.

Esta fractura seguirá expuesta mientras para las autoridades e instituciones de planeación, ordenamiento y regulación urbana los problemas de vivienda se resuelvan “adquiriendo” la vivienda y ya. Y mientras para sus habitantes lo fundamental sea tener a la mano un Aurrerá por encima de la escuela, la clínica, el centro deportivo o un foro de arte.